Jesús
nos revela un misterio del Reino de Dios: “Todo el que se enaltece será
humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lc 14, 11). Y nos dice: “Aprended
de mi que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras
almas” (Mt 11,29).
¿Qué
es ser humilde? Podemos pensar que una persona es humilde cuando se abaja ante
la grandeza de otra, cuando aprecia una cualidad superior a la suya o un mérito
en el otro sin envidia. Pero eso no es humildad sino honradez.
Tampoco
es humilde aquel que no se hace notar, que no habla, que no opina de nada y
aparenta no estar a la altura de ningún tema, que cree no tener ningún talento,
que se menosprecia, que ocupa el último lugar.
Humildad es distinto a sentimientos o complejos de inferioridad, estos son expresiones
de desaliento o depresión.
Ser humildes no significa despreciarnos sino tener
el sentido exacto de lo que somos en relación con Dios, no con el prójimo. Nace
del aceptar que somos creados, limitados, pecadores, y por eso libremente nos
sometemos a la voluntad de Dios.
De
esta forma, al reconocer cómo es Dios y quienes somos nosotros, combatiremos nuestro afán de independencia y
de autosuficiencia, de sentirnos dioses, de olvidarnos de lo que somos: criaturas
y pecadores.
El
humilde conoce y reconoce su debilidad, su pequeñez y miseria ante la infinitud
y misericordia de Dios. Y usa la humildad para vincularse más profundamente con
Dios, para confiar en Dios y en su misericordia.
El hombre humilde es y se siente por sí solo muy débil, necesitado y defectuoso; pero unido con Dios, es y se siente de un valor muy grande. “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10).
El hombre humilde es y se siente por sí solo muy débil, necesitado y defectuoso; pero unido con Dios, es y se siente de un valor muy grande. “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10).
La
humildad frena y sujeta nuestros deseos exagerados de la propia grandeza,
haciéndonos conscientes de nuestra
pequeñez ante Dios.
La humildad de la Virgen se
basa en la conciencia de ser criatura ante el Dios omnipotente. Sabe de la
distancia infinita entre ella y Dios, y se complace en reconocer su pequeñez y
limitación ante la infinitud de Dios.
El
grado más profundo de humildad lo encontramos en Jesucristo, quien “se humilló
a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,8).
El humilde es un sabio que reconoce su verdad: su
maldad y bondad, y al ver lo bueno que tiene lo potencia, y al ver lo malo que
tiene le pide a Dios fuerza para cambiar de vida y convertirse en misericordioso.
El orgulloso no ayuda a nadie y el humilde siempre es servicial y se pone
desinteresadamente a disposición de los hermanos.
La
humildad nos hace más comprensivos con los defectos del prójimo, no nos dejará
ver la paja en el ojo ajeno sino que nos centrará en la viga que tenemos
atravesada en el nuestro.
La
humildad facilita la vida divina en el hombre, pues impide que la soberbia y la
vanagloria obstaculicen la gracia.
La
humildad no consiste en que el más pequeño rinda homenaje al más grande, sino
en que éste último se incline respetuosamente ante el primero.
Para reflexionar:
¿Es
la humildad la madre de las virtudes y la soberbia de los defectos? ¿Nos damos
cuenta de lo que somos y valemos cuando nos comparamos con Dios?