Jesús, para
decirnos que “el que se enaltece será
humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11), nos propone una
parábola en la que nos aconseja que cuando seamos invitados no ocupemos los
puestos principales (Cf Lc 14, 1-11).
Todos tenemos
un alto concepto de nosotros mismos y buscamos los primeros puestos para ser alabados
por la gente. Tratamos de deslumbrar y satisfacer nuestra vida social ligándola
a la posesión, al poder o al honor.
Pero Jesús
nos dirá que estos no son los valores para entrar en el banquete del Reino de
Dios. Nos da a entender que los puestos de honor en el Reino de los Cielos no
son para los que creen tener privilegios, para los soberbios y vanidosos; sino
para los humildes y sencillos de corazón.
De ahí la
necesidad que tenemos de hacer una profunda revisión de la jerarquía de valores
que la sociedad en que vivimos ha establecido y que nos invitan a escoger los
primeros puestos; en cambio, los contravalores de Jesús nos mandan
directamente al último puesto: al que se encumbra, lo abajarán, y al que se
abaja, lo encumbrarán.
Jesús quiere
constituir una sociedad de iguales siendo humildes y sencillos de corazón. Por
eso “el mayor entre vosotros se ha de
hacer como el menor” (Lc 24,26), pues Jesús está en medio de nosotros “como el que sirve” (Lc 24,27).
Buscamos elegir
los primeros puestos, que no es cuestión de sillas o primeras filas, elegir el
primer puesto es cosa del corazón, es querer ponerse uno delante de todo, que
todo esté supeditado a nuestra voluntad, es querer ser servido en lugar de
servir, ser ensalzado en lugar de mostrarse disponible, ser amado antes de
amar.
Este
comportamiento no nos ayuda sino que nos perjudica porque nos convierte en
rivales unos de otros, nos lleva a la desconfianza, a la envidia y a los
atropellos.
Por eso Jesús
nos dice que el que se cree justo y piensa que merece el primer puesto, oirá “cédele el puesto a este”(Lc 14,9) y se irá
avergonzado.
Pretender obtener
honor y gloria por nosotros mismos nos lleva a una actitud egoísta y soberbia
que nos rebaja, en cambio, quien se humilla, inclina su cabeza delante del
Señor y pide perdón, será ensalzado.
La verdadera
grandeza humana la alcanza no el vanidoso, no el soberbio, no el que se cree
más que los demás por ser importante, sino el humilde, el que en todo procede
con sencillez, el que incluso siendo una persona importante se abaja para
servir y elevar a los demás.
Este es el
camino por el que cada cual será enaltecido: el del abajamiento para un servicio
permanente y desinteresado a los demás.
Sólo se
conoce y se valora rectamente a sí mismo quien conoce y ama al Señor. En Cristo
descubrimos la verdad sobre nosotros mismos y de Él podemos aprender a ser
verdaderamente humildes.
Para reflexionar:
¿Qué buscamos
en la vida? ¿Dónde nos colocamos? ¿Qué pretendemos y de qué forma?