La Iglesia ha de estar en una actitud de renovación y
conversión constante, en escucha de la Palabra que el Espíritu le dirige: “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu
dice a las iglesias” (Ap 3,22). Todos en la Iglesia debemos entrar en una
dinámica de conversión bajo la guía del Espíritu.
En la Iglesia no
podemos caer en un conformismo, en una tibieza que nos lleve a pensar que somos
buenos y que estamos bien, pues esto nos impide cambiar. Así no nos
convertimos.
La tibieza es lo que
más desagrada a Jesucristo: “Conozco tus
obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque
eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque
dices: Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada; y no sabes
que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3,
15-17).
Es un juicio severo que Cristo hace a la iglesia de
Laodicea y que se puede aplicar a cualquiera de nuestras comunidades
cristianas. A Jesús le produce náuseas la tibieza de una iglesia que vive
torpemente instalada en el orgullo religioso (el peor de los pecados), que es
incapaz de reconocer su pobreza y se cree rica y perfecta.
Los responsables de la decadencia de la cristiandad
son los cristianos mediocres. Solo evangelizaremos si nuestra vida está unida a
la de Cristo y transmitimos su Palabra con entusiasmo y fervor. El conformismo
y la autocomplacencia llena de orgullo religioso nos aleja de Dios.
Se puede luchar contra la tibieza a base de leer y
reflexionar sobre el Evangelio y a través de una oración humilde y perseverante.
Para reflexionar:
¿Soy autocomplaciente con mi vida cristiana? ¿Estoy
satisfecho de lo que hago como cristiano? ¿Me considero que estoy por encima de
la media en cuanto a mi fervor cristiano?