Entendemos que pecado es toda ofensa a Dios por
no cumplir sus mandamientos. Y eso es lo que Dios nos tiene que perdonar, pero
solo seremos perdonados si tenemos dolor
por los pecados cometidos. Esto es la contrición, nos pesa haber ofendido a
Dios, bien porque le amamos o bien porque nos puede castigar con el infierno.
Esa contrición nos lleva a arrepentirnos de lo que
hemos hecho mal, a continuación confesamos nuestros pecados y somos perdonados
por Dios.
Pero en el Evangelio vemos que Jesús perdona sin
condiciones previas. A Mateo le llama estando en la mesa donde robaba, y no le
exige que para seguirle deba arrepentirse de lo que hace (Cf Mt 9, 9-13). A un paralítico, que
probablemente lo único que deseaba era poder caminar, Jesús lo primero que hace
es perdonarle, sin que este muestre arrepentimiento por su vida pasada (Cf Mt
9, 1-8).
El Dios de Jesús es amor, es perdón, por eso no nos
perdona en muchos actos de perdón sino que tiene una actitud de perdón. No le
hace falta nuestro dolor por haber pecado ni el arrepentimiento. Estamos
perdonados siempre.
Solo hay un pecado que no nos puede perdonar: el
rechazo a su perdón; no querer, libre y voluntariamente, la salvación y la
misericordia que nos concede a través de su Espíritu (Cf Mt 12, 31-32).
El sentido no es, me arrepiento y Dios me perdona, sino
el contrario, si estoy abierto al perdón de Dios y lo acojo, Dios me perdona y es entonces cuando me arrepiento. Cuando percibo la grandeza de Dios y su inmenso amor hacia mi, cuando me siento amado y
perdonado por Dios, es cuando se me cae la cara de vergüenza ante mi miseria y mi pecado, y es entonces cuando me arrepiento de lo hecho y de no haber hecho su voluntad.
Una vez arrepentido y lleno de la
misericordia recibida de Dios, es cuando cambio de actitud, de
vida, me convierto. Como lo muestra Zaqueo, jefe de publicanos y gran pecador (Cf Lc 19, 1-10), quien tras sentirse perdonado y acogido por Jesús, le dice: “Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a
los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más” (v 8).
La conversión ha sido radical.
El fin del perdón es volver a Dios, reorientar nuestra
vida hacia Dios, romper con el pecado y desear poder cambiar de vida con la
ayuda de su gracia (Cf CIC n 1431).
Tenemos que descubrir que el pecado nos hace daño y
para superarlo debemos cambiar de actitud, cambio que solo se producirá con la
gracia que Dios nos da tras experimentar su amor y perdón. En el sacramento
de la penitencia nos abrimos a Dios para recibir y experimentar su perdón, su misericordia y su gracia, que hará posible nuestro cambio de vida.
Si no experimentamos el perdón de Dios, no podremos cambiar de vida ni perdonar. Es lo que le pasa al siervo malvado que aún siendo perdonado mucho,
es incapaz de perdonar en lo poco (Cf Mt
18, 32-35).
Cuando Jesús nos dice que seamos misericordiosos como
nuestro Padre lo es, y que perdonemos para ser perdonados (Cf Lc 6, 36-38), nos
está diciendo que solo si somos capaces de acoger y vivir en la misericordia y
el perdón de Dios, podremos ser misericordiosos y perdonar.
El perdón de nuestros pecados se dio en la cruz de
Cristo, su sangre fue derramada para el perdón de los pecados (Cf Mt 26,
27-28). Por la sangre de Jesús hemos recibido la redención, el perdón de los
pecados. (Cf 1Col 1,14).
Para reflexionar:
¿Me creo capaz de cambiar de vida para que Dios me
perdone? ¿Es el arrepentimiento paso previo imprescindible para recibir el
perdón de Dios?