La vida la
entregas y la confías a quien te ama y amas. El olvidarse de uno mismo y
despreocuparse de lo que nos pueda ocurrir, el necesitar poco y no estar
pendiente de tenerlo todo controlado, el reconocer las propias limitaciones, facilita
la confianza. Esa es la actitud de un niño que nosotros debemos mantener para
abandonarnos en Dios.
Si tenemos la
certeza de que Dios es mi Padre y me ama, y que junto a él nada malo me puede
ocurrir, aceptaré su voluntad, y me dejaré llevar por él sin cuestionar a dónde
quiere que vaya ni lo que quiere de mí.
Sólo la
dependencia del Padre me hace ser verdaderamente libre, en cambio, la
independencia del Padre me hace ser esclavo de mis adicciones y pecados. Se da
la paradoja de que soy adulto espiritualmente cuando dependo del Padre, al
contrario de la vida física, que cuando soy adulto me hago independiente.
Los fracasos
que tenemos en la vida nos acercan a Dios y nos invitan a confiar en él, en
cambio, el éxito mundano nos anima a confiar en nosotros.
Vamos por el
buen camino hacia Dios cuando nos llaman tontos por vivir de una determinada
manera, cuando nos dicen que estamos perdiendo el tiempo y desperdiciando la vida
renunciando a logros mundanos. Cualquier vida guiada por Dios resulta siempre
excepcional e incomprensible a los ojos del mundo.
Dios ama a los
que se desprenden de todo y reprueba a los que acumulan tesoros y ponen en
ellos su seguridad. Dios siente debilidad por los temerarios. Cuanto más
dispuestos estemos a perder, cuanto más perdamos, más será lo que ganemos.
Se trata de
hacerse pobre porque no nos apegamos a ninguna riqueza ni nos dejamos
esclavizar por las cosas. Compartimos lo que somos y tenemos sin guardarnos
nada. Es una pobreza de desapego, generosidad, libertad y amor, que lleva a un
tipo de vida austero, humilde, solidario, en la que se hacen presentes los
valores del reino: compartir, confiar, servir…
El buscar la
seguridad con el dinero es incompatible con el abandono en Dios. Por eso Jesús
nos dice que no se puede servir a Dios y al dinero, ya que este tiene tal poder
de seducción que termina por ser el competidor de Dios. Los sentimientos de tranquilidad
y seguridad que Dios despierta son parecidos a los que proporciona el dinero a
los que lo tienen. El dinero proporciona abundancia y bienestar, y podemos
pensar que eso es lo que necesitamos para ser felices, pero Jesús nos dice que
el camino que lleva a la felicidad es el de compartir, dar al que no tiene.
Quiere que, tengamos lo que tengamos, estemos dispuestos a dar productividad a
nuestros bienes para servicio de los demás.
A veces nos
puede ocurrir que, en lugar de abandonarnos en Dios, desconfiamos de él y le
tenemos miedo porque creemos que si seguimos su voluntad nos va a llevar por
caminos de sufrimiento, como si se gozara de hacernos sufrir. Entonces vivimos
pobremente y nos desviamos del fin al que debemos dirigirnos.
Para reflexionar:
¿En quién
confío? ¿Recurro a Dios solo cuando lo considero oportuno? ¿Estoy seguro de mí
mismo y sé cómo debo vivir?