El fin último de mi vida es de orden sobrenatural: dar
gloria a Dios y ser santo.
Estoy llamado a la vida para ser alabanza de la
gloria de Dios: “Él (Dios) nos ha
destinado por medio de Jesucristo… a ser sus hijos, para alabanza de la gloria
de su gracia” (Ef 1, 5-6).
Esto se realiza viviendo en santidad. Por eso Dios me
ha elegido para que sea santo: “Él nos
eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e
intachables ante él por el amor” (Ef 1, 4).
Ser santo significa vivir en el amor de Dios, que no
es hacer buenas obras, sino hacerlas participando de la vida de Dios. Es amar
como él me ha amado.
La plenitud de vida cristiana y perfección en la
caridad es la santidad, o lo que es lo mismo, vivir unidos a Cristo
participando del amor de Dios.
Dios me santifica, hace que participe de su santidad
por medio del bautismo, y esto se manifiesta en los frutos de la gracia que el
E. S. produce en mí. Daré frutos si permanezco en el amor de Cristo, si Cristo
y yo somos uno, y él ama en mí.
Jesús me hace santo, yo solo me hago dócil al E. S. que
es el motor que me mueve a amar. Vivir en santidad es vivir según el E. S.
Participando de la vida de Dios, viviendo en su amor,
es como manifiesto la gloria de Dios. Se trata de que yo sea bueno como él es
bueno, que yo ame como él ama…
Cuanto más unido estoy a Jesús, más gloria doy a Dios,
pues con mi vida manifiesto el amor y la bondad de Dios.
El fin último de la vida cristiana no es mi
perfección, es la glorificación de Dios. Para conseguir esto, el fin secundario
o relativo es mi santificación.
Todo hay que hacerlo por Dios y para Dios, y esta
comunión con él me hace santo.
Jesús es el modelo: todo lo hace para gloria del
Padre. Y yo también doy gloria a Dios si manifiesto en mi vida su bondad.
Para reflexionar:
¿Aspiro a ser santo? ¿Cómo doy gloria a Dios? ¿Me
siento tentado a decir que la santidad no es para mí?