El libro del
Apocalipsis nos revela la existencia en este mundo de una lucha entre las
fuerzas del bien y del mal. En su capítulo 20 aparece el momento del
aniquilamiento definitivo de las fuerzas satánicas y el juicio divino final.
La destrucción del mal
se concentra en la aniquilación del gran dragón o Satanás, que en principio es
encadenado mil años, para posteriormente ser definitivamente vencido.
El uso simbólico que
hace el Apocalipsis de las cifras e incluso de los hechos históricos, excluye
las doctrinas que han querido ver en los mil años una época histórica
determinada.
Los mil años en los
que el diablo es arrojado al abismo para que “no extravíe a las naciones antes que se cumplan los mil años” (Ap 20,3), coincide con los mil años en que los que no
habían adorado al diablo “volvieron a la
vida y reinaron con Cristo mil años” (Ap 20,4b).
Estos mil
años pueden designar la duración de la
historia de la Iglesia, que se extiende entre la victoria pascual de Cristo y
su parusía. Mil años es una referencia simbólica al tiempo de la era cristiana,
que comienza con la muerte y resurrección de Cristo y en la que se vence al
diablo, y es de duración indefinida (hasta la parusía).
Durante ese
tiempo el diablo está encadenado y no tiene poder sobre los que permanecen
fieles a Jesucristo. Estos, vencen con Cristo y reinan con él.
Cristo, ya desde
ahora, ha restablecido al hombre en el paraíso; ya desde ahora, el creyente,
por medio de los sacramentos, saborea el fruto de inmortalidad; ya desde ahora,
participamos de esa victoria, de la verdadera vida de Cristo. Esta es la primera resurrección.
Los demás
no vuelven a la vida “Los demás muertos
no volvieron a la vida hasta pasados los mil años” (Ap 4, 5a).
Pasados los mil años
Satanás es soltado “Y saldrá para engañar
a las naciones” (Ap 20,7a). Pero será derrotado y arrojado
al infierno: “El diablo que los
había engañado fue arrojado al lago de fuego y azufre con la bestia y el falso
profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap
20,10).
Todo acaba con un juicio solemne, el juicio final, con un trono ocupado
por Dios dominando la escena: “Vi un trono blanco y grande, y al que estaba
sentado en él. De su presencia huyeron cielo y tierra, y no dejaron rastro” (Ap
20,11).
Tierra y cielo (el mundo presente) huyen ante él. El Señor
Todopoderoso hace público su designio.
El juicio divino está siempre ordenado a la salvación, pero los
hombres ya lo llevan a cabo (fruto de su libertad) a través de su actitud
respecto a Cristo. Por eso cuando se abre el libro de la vida: “Los muertos
fueron juzgados según sus obras, escritas en los libros” (Ap 20, 12b).
Finalmente,
la muerte es arrojada, impotente, al infierno: “Después, Muerte y Abismo fueron
arrojados al lago de fuego (el lago de fuego es la muerte segunda)” (Ap 20,
14). La desaparición de la muerte es el signo más
fehaciente de que este mundo ha pasado.
El destino
de la muerte es idéntico al de Satanás y al de los condenados: "Y si alguien
no estaba escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego” (Ap 20,15).
Ya solo quedan los cielos nuevos y la tierra nueva, que rezuman por todas
partes la presencia del Dios de la vida.
Para
reflexionar:
¿Creemos
doctrinas extrañas sobre el destino final de la humanidad, o confiamos en la
victoria de Cristo sobre el mal, y la presencia de todos los que le hemos sido fieles en un mundo nuevo?