lunes, 30 de octubre de 2017

MILENARISMO

El libro del Apocalipsis nos revela la existencia en este mundo de una lucha entre las fuerzas del bien y del mal. En su capítulo 20 aparece el momento del aniquilamiento definitivo de las fuerzas satánicas y el juicio divino final.
La destrucción del mal se concentra en la aniquilación del gran dragón o Satanás, que en principio es encadenado mil años, para posteriormente ser definitivamente vencido.
El uso simbólico que hace el Apocalipsis de las cifras e incluso de los hechos históricos, excluye las doctrinas que han querido ver en los mil años una época histórica determinada.
Los mil años en los que el diablo es arrojado al abismo para que “no extravíe a las naciones antes que se cumplan los mil años” (Ap 20,3), coincide con los mil años en que los que no habían adorado al diablo “volvieron a la vida y reinaron con Cristo mil años” (Ap 20,4b).
Estos mil años pueden designar la duración de la historia de la Iglesia, que se extiende entre la victoria pascual de Cristo y su parusía. Mil años es una referencia simbólica al tiempo de la era cristiana, que comienza con la muerte y resurrección de Cristo y en la que se vence al diablo, y es de duración indefinida (hasta la parusía).
Durante ese tiempo el diablo está encadenado y no tiene poder sobre los que permanecen fieles a Jesucristo. Estos, vencen con Cristo y reinan con él.
Cristo, ya desde ahora, ha restablecido al hombre en el paraíso; ya desde ahora, el creyente, por medio de los sacramentos, saborea el fruto de inmortalidad; ya desde ahora, participamos de esa victoria, de la verdadera vida de Cristo. Esta es la primera resurrección.
Los demás no vuelven a la vida “Los demás muertos no volvieron a la vida hasta pasados los mil años” (Ap 4, 5a).
Pasados los mil años Satanás es soltado “Y saldrá para engañar a las naciones” (Ap 20,7a). Pero será derrotado y arrojado al infierno: “El diablo que los había engañado fue arrojado al lago de fuego y azufre con la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap 20,10).
Todo acaba con un juicio solemne, el juicio final, con un trono ocupado por Dios dominando la escena: “Vi un trono blanco y grande, y al que estaba sentado en él. De su presencia huyeron cielo y tierra, y no dejaron rastro” (Ap 20,11).
Tierra y cielo (el mundo presente) huyen ante él. El Señor Todopoderoso hace público su designio.  
El juicio divino está siempre ordenado a la salvación, pero los hombres ya lo llevan a cabo (fruto de su libertad) a través de su actitud respecto a Cristo. Por eso cuando se abre el libro de la vida: “Los muertos fueron juzgados según sus obras, escritas en los libros” (Ap 20, 12b). 
Finalmente, la muerte es arrojada, impotente, al infierno: “Después, Muerte y Abismo fueron arrojados al lago de fuego (el lago de fuego es la muerte segunda)” (Ap 20, 14). La desaparición de la muerte es el signo más fehaciente de que este mundo ha pasado.
El destino de la muerte es idéntico al de Satanás y al de los condenados: "Y si alguien no estaba escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego” (Ap 20,15).
Ya solo quedan los cielos nuevos y la tierra nueva, que rezuman por todas partes la presencia del Dios de la vida.
Para reflexionar:
¿Creemos doctrinas extrañas sobre el destino final de la humanidad, o confiamos en la victoria de Cristo sobre el mal, y la presencia de todos los que le hemos sido fieles en un mundo nuevo? 

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