Alejandro
Magno, desde Macedonia y Grecia comienza en el año 333 a. C. la conquista del
oriente próximo, desde Grecia a India y Egipto. Israel queda incluido en ese
vasto territorio.
La
cultura helenística es introducida así en todo el territorio conquistado, y
aunque las dinastías que sucederán a Alejandro respetan las culturas locales,
la cultura griega más poderosa y atrayente se va imponiendo.
El
pueblo judío sigue rigiéndose por la Torá y mantienen sus tradiciones. Pero el
rey Antíoco IV que gobierna entre los años 175 al 164 a. C. quiere unificar
todas las leyes y costumbres de su reino, y en Israel, con la ayuda de judíos
que habían abandonado las tradiciones de sus padres para adherirse al
helenismo, prohíbe la Torá y demás costumbres judías.
Llega
a profanar el Templo de Jerusalén en el año 167 a. C. con la
entronización de Zeus, obliga el culto a los dioses paganos y prohibe las
tradiciones judías.
Todo
hace presagiar la desaparición del judaísmo, y con él la identidad del pueblo
judío, el pueblo elegido por Dios con quien había hecho alianza.
En
un pequeño pueblo al norte de Israel un insignificante judío de clase
sacerdotal, Matatías, en el año 167
a. C. inicia una revuelta al ver los sacrilegios que se
cometían en Jerusalén y en toda Judea.
Comienza
así la rebelión de los Macabeos, en la que los descendientes de Matatías, los
llamados Macabeos, lucharán junto a otros judíos que siguen siendo fieles a la
Ley contra el poder establecido.
Resulta
impensable que un puñado de hombres mal armados puedan hacer frente al poderoso
ejército imperial. Pero no solo luchan contra ellos, sino que salen victoriosos
de la contienda.
El
secreto de la victoria de las tropas macabeas lo dirá Judas Macabeo: “la
victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del Cielo… El
Señor los aplastará ante nosotros. No les temáis” (1Mac 3, 19-22).
En
solo 3 años, el Templo es purificado y el pueblo de Israel vuelve a gozar de
una independencia política y religiosa.
El desarrollo de estas
luchas es narrado en los dos libros de los Macabeos, donde, por encima de las
precisiones históricas, tratan de resaltar el sentido y alcance religioso de
los acontecimientos.
Los hechos se presentan como
una intervención de Dios en la historia de salvación. Dios, con su
misericordia, fidelidad y justicia, interviene a favor de su pueblo.
De esta forma la historia
sigue por el cauce que Dios tenía previsto. Pero no queda todo ahí, sino que
ante la lucha y sufrimiento que padece el pueblo judío fiel, se reflexiona sobre
el sentido de la muerte, la justicia de Dios, la resurrección corporal, la vida
eterna y, la oración y sacrificios por los difuntos.
Ante la paradoja de que el
justo sea el que padece y muere, se replantea el tema de la retribución, pues
si Dios premia y castiga, no puede ser que el justo sea castigado y el infiel
viva bien.
Se comienza a pensar que la
retribución será en la vida eterna, los justos podrán vivir junto a Dios en
cuerpo y alma.
150 años más tarde
Jesucristo, con sus enseñanzas y su resurrección lo confirmará.
Para reflexionar:
¿Nos damos cuenta que Dios
ha intervenido y sigue interviniendo en la historia? ¿Colaboramos con Dios en
sus planes de salvación? ¿Confiamos en que la vida eterna es participar de la
vida de Dios una vez hayamos resucitado?
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