La Iglesia la formamos todos aquellos que hemos sido
convocados por Dios a formar parte de su pueblo.
A ese pueblo se pertenece por la fe y el bautismo. La
gracia que recibimos en el bautismo es la que nos incorpora a esta familia, y
como es la misma para todos, dentro de la Iglesia todos somos iguales.
Por eso todos tenemos que participar y ser corresponsables
de la vida y misión de la Iglesia.
Al ser todos los miembros de la Iglesia uno en Cristo,
todos tenemos la misma dignidad, la misma gracia de hijos, la misma vocación a
la perfección, la misma salvación… Todos estamos llamados a la santidad, pero
los caminos para llegar a ella son distintos.
En la Iglesia nos necesitamos los unos a los otros.
Los pastores están al servicio de los fieles y estos colaboran con los
pastores. Cada miembro está al servicio de los otros.
La Iglesia es un instrumento de la redención
universal, tiene una ley nueva que es amar como Cristo amó, y es enviada a
todos para ser luz del mundo y sal de la tierra.
El cristiano está llamado a ser sal de la
tierra, a dar sabor a la vida para que todos puedan gozar y disfrutar de ella.
Esto es ser testigos del evangelio.
El evangelio es como sal que debe ser arrojada discretamente en el plato de la vida como energía que empuja la vida hacia delante y la orienta hacia el verdadero objetivo a conseguir.
El evangelio es como sal que debe ser arrojada discretamente en el plato de la vida como energía que empuja la vida hacia delante y la orienta hacia el verdadero objetivo a conseguir.
Los discípulos con sus obras y su testimonio del evangelio han de
dar sabor y valor a la humanidad.
“Si la sal se vuelve sosa...”: es cuando los discípulos pierden la
capacidad de manifestar con sus obras y su testimonio el Evangelio “…no sirve
más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.
Es necesario que las obras de la comunidad de los
discípulos sean visibles por los demás hombres.
La comunidad cristiana que ha recibido la luz, la tiene que
manifestar al mundo, para que los demás lleguen a la conclusión de que existe
Dios y que Dios es Padre.
Cada discípulo es luz en la medida en que su vida hace visible la
fuerza transformadora del evangelio y demuestra que el amor nuevo es posible.
Quien dice "sí" con su vida a las enseñanzas de las
bienaventuranzas es sal y luz. De forma que ese cristiano, portador del don de
Dios, no puede limitarse a gozarlo y vivirlo sólo él. Debe alumbrar y dar sabor
al mundo para que los demás, viéndolo, den gloria al Padre.
Para reflexionar:
¿Quién es más importante en la Iglesia? ¿Pensamos que por el hecho
de ser cristianos ya somos sal y luz para el mundo?
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