El salmo 103 (102) comienza con una invitación
a la propia alma a bendecir al Señor: “Bendice,
alma mía, al Señor” (v. 1).
Y le bendecimos porque reconocemos su perdón y
sanación: “Él perdona todas tus culpas y
cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa” (v. 3), y al
mismo tiempo porque le agradecemos los dones recibidos: “Te colma de gracia y de ternura” (v. 4); “Sacia de bienes tu vida” (v. 5); “Renueva tu juventud como un águila” (v. 5).
Nos dirigimos a un Dios que tiene siempre
presente a los más débiles: “el Señor
hace justicia y defiende a todos los oprimidos” (v. 6) y a su pueblo: “enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a
los hijos de Israel” (v. 7).
El Salmo va describiendo con entusiasmo cómo
es Dios: perdona, cura, rescata, colma de gracia, sacia de bienes, hace
justicia, defiende, enseña... Pero sobre todo, llega a una definición: “El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia” (v. 8).
Dios se comporta como un Padre benévolo con
sus hijos, lleno de misericordia, sin acusar ni guardar cuentas pendientes “No está siempre acusando ni guarda rencor
perpetuo” (v. 9).
No nos trata como merecemos, depone pronto su
cólera sin guardar rencor: “no nos trata
como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas” (v. 10).
A pesar de nuestros pecados e infidelidades,
su misericordia lo sobrepasa todo y siente ternura por nosotros.
Es precisamente esta debilidad del hombre la que
atrae el amor de Dios. El salmista no encuentra otra explicación para este amor
que la siguiente: “porque él conoce
nuestra masa, se acuerda de que somos barro” (v. 14).
Dios sabe que la vida del hombre es una
calamidad y es efímera, y esta caducidad y fragilidad humanas son las que
provocan su misericordia.
Pero ante nuestra fugacidad “la misericordia del Señor dura desde
siempre y por siempre” (v. 17).
Al final del salmo hay una invitación
clamorosa a todas las criaturas a que alaben a Dios, a que lo bendigan para siempre:
“Bendecid al Señor, todas sus obras, en
todo lugar de su imperio” (v. 22).
Para terminar, el salmista acalla todas las
voces, desciende en silencio hasta lo más profundo de su intimidad, y, con una
concentración total, emite esta orden: “Bendice,
alma mía, al Señor” (v. 22).
El Salmo nos invita a confiar en un Dios que
muestra su grandeza no sólo en las obras magnificas de la creación, sino sobre
todo en su ternura de Padre que siempre está cerca para ayudar y perdonar.
Para reflexionar:
¿Bendecimos al Señor con todo el
agradecimiento del alma?
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