En Hch 6, 1-6 vemos que en una
comunidad cristiana, los discípulos de lengua griega comenzaron a quejarse
contra los de lengua hebrea porque en el servicio diario no se atendía a sus
viudas.
Frente a este asunto relacionado
con un aspecto esencial en la vida de la comunidad, es decir, la caridad con
los débiles, los pobres, los indefensos y la justicia; los apóstoles convocaron
a todo el grupo de discípulos, y se llega a una decisión: “escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de
espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea” (Hch 6,3).
Aparece así un embrión de estructura eclesial fundada en el servicio y en
el amor.
Los Apóstoles deben proclamar la
palabra de Dios, pero consideran importante el deber de la caridad y la
justicia.
Comienza a existir desde aquel
momento en la iglesia un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe
proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad.
Y, quienes se dediquen a
practicar la caridad han de ser hombres que no solo deben tener buena
reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de
sabiduría, es decir, que no sean solo organizadores que saben cómo “hacer” sino
que deben “hacer” según el Espíritu.
El servicio práctico de la
caridad es un servicio espiritual. La caridad y la justicia no son solo
acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del
Espíritu Santo.
Por eso deben unirse los momentos
de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con el ejercicio de la
caridad.
No debemos perdernos en el
activismo puro, sino dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz de la
palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a
los demás, que necesita sobre todo del afecto de nuestro corazón, de la luz de
Dios.
El pasaje de los Hechos de los
Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo, del compromiso en la
actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación, pero
también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da
fortaleza y esperanza.
Sin la oración diaria, nuestra
acción se vacía, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos
deja insatisfechos.
Cada paso de nuestra vida, cada
acción, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.
Para reflexionar:
¿Oramos siempre que vamos a
actuar? ¿Unimos la Palabra de Dios a nuestro actuar?
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