domingo, 26 de abril de 2015

EL FARISEO Y EL PUBLICANO



En Lc 18, 9-14 aparece una parábola de Jesús dirigida a los que confían en sí mismos por considerarse justos y que desprecian a los demás.
En ella aparecen 2 personajes, un fariseo, que hoy podríamos considerar como una persona de Iglesia, que cumple con los mandamientos, que tiene cierta formación teológica y va a misa con frecuencia… Podríamos decir que representa al hombre religioso ideal.
Y el otro personaje es un publicano, que hoy podríamos considerar a cualquiera que ha sido marginado por la sociedad porque no encaja en ella, por no ser trabajador y tener que robar, por ser drogadicto… Podríamos considerar a este como un hombre no religioso que no cumple y que peca.
Los dos se encuentran en el templo, en una iglesia. El primero porque suele ir con frecuencia, y ora. Su oración es correcta: agradece a Dios el vivir de forma recta y no ser ladrón, adúltero o injusto, como lo son tantos otros, ni tampoco como ese publicano, que está allí cerca de él. Dice además que cumple los preceptos, que ayuna y da limosna.
No parece una oración de autocomplacencia ni orgullosa. Busca la rectitud moral de una persona que se considera piadosa.
El publicano, el marginado, va a orar porque ha tocado fondo, se siente pecador, reconoce que su vida es un desastre y que le va a ser difícil salvarse. Ora por desesperación, pero con una mínima esperanza en la acogida misericordiosa de Dios: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
La conclusión final es que el publicano bajó a su casa a bien con Dios, justificado, y el fariseo no. ¿Por qué?
Probablemente al fariseo no es el orgullo lo que no le justifica, sino su comparación con el publicano, al que cree conocer, es más, cree conocer el criterio de Dios por el que juzga a los hombres.
Por eso no es justificado, porque no reconoce a Dios como aquel que acoge al hombre sin condiciones, sino que imagina saber cómo juzga Dios: cree que premia las buenas obras y castiga a los pecadores. Se queda en la apariencia.
Si actuamos como el fariseo estamos pretendiendo que Dios actúe con nuestros criterios, que Dios debe ser lo misericordioso que nosotros aceptemos. Así seremos incapaces de acoger la grandeza de Dios.
Nos alejamos de Dios cuando despreciamos a los demás o confiamos solo en nuestras fuerzas, cuando nos sentimos superiores a otros por cumplir las normas mejor que nadie.
Jesús no toma distancia con los pecadores, se acerca a ellos y así es como les manifiesta la cercanía de Dios que posibilita el cambio de vida.
El publicano queda justificado porque no presume de conocer a Dios, sino que espera en él y confía en que la bondad incondicional y gratuita de Dios podrá restablecer su condición y hacerle capaz de presentarse ante él.
Ante Dios todo hombre resulta pecador, y la única posibilidad de hacer que fructifique el encuentro con él se deriva del hecho de que Dios no pone condiciones previas. La única exigencia que se le presenta al hombre es que reconozca que es precisamente ésta la dinámica del encuentro.
Esta parábola nos enseña que no podemos compararnos con los demás y creernos superiores, y menos despreciarlos “yo no soy como ese”.
No podemos creer saber los criterios por los que Dios juzga, y menos pretender que actúe con nuestros criterios y sea lo misericordioso que nosotros aceptemos. No podemos presumir de conocer a Dios, debemos encontrarnos con él y confiar en su misericordia.
No podemos comerciar con Dios en nuestra oración para que retribuya nuestros méritos.
No podemos confiar solo en nuestras fuerzas para cumplir las normas mejor que nadie, ni presentar a Dios nuestras “buenas obras” para que nos admire, ni hablar solo nosotros: pues así no escuchamos a Dios ni dejamos que él hable.
Para conocer la verdad de nuestra vida, nuestra limitación y pecado, solo es posible a través del perdón incondicional de Dios (como el publicano).
Para reflexionar:
¿Soy amigo de comparaciones? ¿Creo que en general hago mejor las cosas que los demás? ¿Sé como es Dios?

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