Cuando ante un mal que me han hecho y que percibo como tal, actúo
con libertad y reacciono renunciando a la venganza y al odio, y además, quiero
lo mejor para el que me ha hecho daño, estoy perdonando.
Perdonar es un acto libre de la voluntad, en el que el que perdona
se libera de enfados y rencores.
No se trata de negar
el daño o la injusticia que me han hecho, pues entonces no habría nada que
perdonar. El mal
hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
El que perdona
afronta el sufrimiento por el daño que se le ha ocasionado sin resentimiento ni
rencor, le lleva a
vivir en paz con los recuerdos y a querer a la persona que le ha ofendido.
El perdón comienza cuando la persona rechaza la
venganza, no habla de los demás desde sus experiencias dolorosas y evita juzgar.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Por
eso, para perdonar debemos tener la convicción de que en cada persona hay un
ser humano vulnerable y capaz de cambiar.
Nos dispone a perdonar el amor, pues perdonar es amar
intensamente. El perdón es por naturaleza incondicional, ya que es un don
gratuito del amor.
El que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le
duela lo que ha hecho. El arrepentimiento del otro no es una condición
necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es más fácil perdonar
cuando el otro pide perdón.
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir
más allá de la justicia.
La humildad es condición imprescindible para el perdón. El
orgulloso no perdona realmente. Debemos
perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más
para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los
demás, debemos reconocer nuestros propios fallos y pedir perdón.
Para que el perdón sea verdadero y
beneficioso debe producirse antes de que asiente el resentimiento, pues de lo
contrario el daño se enraíza y cuesta más perdonar.
Hay que perdonar sin reservas, todo y siempre,
y además ayudar al ofensor a que
rectifique su proceder y pueda encauzar sus actitudes inadecuadas.
Si no hay perdón, se instaura un déficit
en la libertad, el hombre queda atado, estancado, resentido, atascado,
frustrado.
Con el perdón se produce un cambio
liberador, se pasa de la esclavitud a la libertad, de la frustración a la
liberación, de la amargura a la felicidad, del estancamiento a la progresión.
Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón si contamos sólo
con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda de
Dios. La gracia de Dios nos impulsa a actuar más allá de nuestras fuerzas.
Si el amor de Dios habita en nuestro
corazón, nos permitirá perdonar y nos evitará sentirnos heridos ante la ofensa.
Al perdonar, nuestro corazón se hace permeable al amor misericordioso de Dios y
amamos con el amor de Cristo.
Vivir en clave de perdón supone asentar la
existencia en Dios, apoyarnos en Él. Por eso Jesús ubica la raíz del perdón en
el amor.
Para
reflexionar:
¿Qué nos cuesta más perdonar o pedir
perdón? ¿Somos conscientes que si no perdonamos estamos envenenando nuestra
vida? ¿De dónde sacamos las fuerzas para perdonar?
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