lunes, 11 de agosto de 2014

PERDÓN

Cuando ante un mal que me han hecho y que percibo como tal, actúo con libertad y reacciono renunciando a la venganza y al odio, y además, quiero lo mejor para el que me ha hecho daño, estoy perdonando.
Perdonar es un acto libre de la voluntad, en el que el que perdona se libera de enfados y rencores.
No se trata de negar el daño o la injusticia que me han hecho, pues entonces no habría nada que perdonar. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
El que perdona afronta el sufrimiento por el daño que se le ha ocasionado sin resentimiento ni rencor, le lleva a vivir en paz con los recuerdos y a querer a la persona que le ha ofendido.
El perdón comienza cuando la persona rechaza la venganza, no habla de los demás desde sus experiencias dolorosas y evita juzgar.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Por eso, para perdonar debemos tener la convicción de que en cada persona hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar.
Nos dispone a perdonar el amor, pues perdonar es amar intensamente. El perdón es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor.
El que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es más fácil perdonar cuando el otro pide perdón.
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia.
La humildad es condición imprescindible para el perdón. El orgulloso no perdona realmente. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, debemos reconocer nuestros propios fallos y pedir perdón.
Para que el perdón sea verdadero y beneficioso debe producirse antes de que asiente el resentimiento, pues de lo contrario el daño se enraíza y cuesta más perdonar.
Hay que perdonar sin reservas, todo y siempre, y además ayudar al ofensor  a que rectifique su proceder y pueda encauzar sus actitudes inadecuadas.
Si no hay perdón, se instaura un déficit en la libertad, el hombre queda atado, estancado, resentido, atascado, frustrado.
Con el perdón se produce un cambio liberador, se pasa de la esclavitud a la libertad, de la frustración a la liberación, de la amargura a la felicidad, del estancamiento a la progresión.
Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón si contamos sólo con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda de Dios. La gracia de Dios nos impulsa a actuar más allá de nuestras fuerzas.
Si el amor de Dios habita en nuestro corazón, nos permitirá perdonar y nos evitará sentirnos heridos ante la ofensa. Al perdonar, nuestro corazón se hace permeable al amor misericordioso de Dios y amamos con el amor de Cristo.
Vivir en clave de perdón supone asentar la existencia en Dios, apoyarnos en Él. Por eso Jesús ubica la raíz del perdón en el amor.
Para reflexionar:
¿Qué nos cuesta más perdonar o pedir perdón? ¿Somos conscientes que si no perdonamos estamos envenenando nuestra vida? ¿De dónde sacamos las fuerzas para perdonar?

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