domingo, 15 de mayo de 2016

LA LLAMADA

Jesús llama a Mateo y come con él, es un precioso texto (Mt 9, 9-13) en el que todos nos vemos reflejados, pues Jesús llama a un pecador, nos llama a nosotros pecadores a seguirle; y lo hace porque sabe que tenemos necesidad de acudir a él, al único que nos puede proporcionar una vida más sana, digna y dichosa.
Los fariseos, como todos los que se consideran justos, no entienden que Jesús pueda estar al lado de los pecadores, a estos, más que llamarlos hay que excluirlos. “Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: ¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?” (Mt 9,11).
La respuesta de Jesús indica por qué come con ellos: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9,12); y cuál es su misión: “no he venido a llamar a justos sino a pecadores” (M 9,13).
Jesús quiere que entendamos bien la frase bíblica que cita: “Quiero misericordia y no sacrificio; conocimiento de Dios, más que holocaustos” (Os 6, 6).
Con Jesús todo cambia, y así, los que se consideran justos quedan excluidos de la llamada, y los pecadores que se sienten excluidos son llamados y acogidos.
La llamada que nos hace Jesús supone comenzar una nueva vida, nos debe llevar a una conversión que, superando nuestra vida pasada de pecado nos lleve a una nueva vida junto a Jesús.
Con su acogida amistosa, Jesús no justifica el pecado, sino que rompe el círculo de la discriminación y facilita el encuentro con Dios.
Jesús quiere que nosotros hagamos lo mismo, que como discípulos suyos nos sentemos con todos, nos acojamos, no excluyamos a nadie, y que prioricemos nuestra actitud de ser misericordiosos frente a un culto vacío que no cura ni saca de la exclusión a los pecadores y marginados.
Ejemplo de discipulado lo tenemos en la Virgen María, por eso nos dice San Agustín en uno de sus sermones (72,7): “Santa María cumplió ciertamente la voluntad del Padre; y por ello significa más para María haber sido discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo”.
Para reflexionar:
¿Celebramos banquetes con pecadores y marginados? ¿Hemos sentido la invitación de Jesús a estar con él pese a nuestra vida pecadora? ¿Hemos cambiado de vida?

miércoles, 27 de abril de 2016

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

El autor del Apocalipsis, Juan, tiene una visión: “Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos” (Ap 5,1).
Es un libro sellado y oculto por su importancia: contiene el proyecto de Dios sobre la humanidad. El Cordero (Jesucristo resucitado) es el único “capaz de abrir el libro y sus siete sellos” (Ap 5, 5) y revelar su contenido.
El Cordero va abriendo uno a uno los 7 sellos y al hacerlo, van desfilando ante nosotros los distintos elementos que intervienen en el drama de la historia. Son las fuerzas del bien y del mal que luchan por dominar la vida de los seres humanos.
Cuando se abre el primero aparece un caballo blanco, que vencerá (“y salió como vencedor y para vencer otra vez” Ap 6,2); al abrir el segundo sello aparece un caballo rojo que expresa la violencia y la sangre (“y al jinete se le dio poder para quitar la paz de la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros” Ap 6,4); al abrir el tercer sello se ve un caballo negro que provoca injusticia (“el jinete tenía en la mano una balanza” Ap 6,5); y al abrir el cuarto sello aparece un caballo amarillento cuyo jinete se llamaba muerte (“Se les dio potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, hambre, epidemias y con las fieras salvajes” Ap 6,8).
A pesar de que las imágenes y visiones que aparecen producen escalofríos, este libro es optimista y lleno de esperanza, en el que Cristo, como caballero victorioso (jinete blanco) se enfrenta a los poderes del mal y de la muerte (los otros 3 jinetes). Aunque esta batalla entre Cristo y los otros 3 caballeros llamados guerra, injusticia y muerte no ha sido aún definitivamente vencida.
Jesús “el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso” (Ap 1,8), es el pasado, el presente y el futuro, es el Señor de la historia. Esa es nuestra esperanza, saber que Jesucristo ya venció, vence y vencerá al mundo.
El Apocalipsis nada tiene que ver con fantasías sobre la destrucción del mundo. Suceda lo que suceda, al final de todo se halla Dios.
Solo Cristo muerto y resucitado posee las claves para darnos a entender el misterioso proyecto que Dios tiene sobre la humanidad.
Nos revela que la acción liberadora de Dios encuentra en la historia fuerzas negativas. Pero Cristo, Señor de la historia, ya ha salido para vencer y hará justicia a las comunidades perseguidas y a sus mártires
Para reflexionar:
¿Pensamos que el Apocalipsis vaticina grandes catástrofes para la humanidad? ¿Creemos que este libro está lleno de predicciones negativas para los seres humanos? ¿O pensamos que solo hay una profecía acerca del futuro: que Cristo triunfará y nosotros con él?

sábado, 26 de marzo de 2016

EVANGELIO DE SAN JUAN

Lo que pretende San Juan al escribir este evangelio es que creamos que Jesús es el Mesías, para que creyendo tengamos vida en su nombre.
Por eso el evangelio comienza y termina de la misma forma: “para que todos creyeran por medio de él” (Jn 1,7); “que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31). En el prólogo y en el epílogo está la idea de creer, lo que hay en medio es para despertar la fe.
El evangelio responde a una pregunta ¿quién es Jesús? Juan parte de un hombre concreto y trata de demostrar que ese Jesús que todos conocen es también el Hijo de Dios.
Porque es Jesús quien con sus palabras y obras nos da a conocer el amor que nos tiene Dios Padre y su proyecto de salvación para la humanidad. De forma que si creemos en Jesús y su relación con el Padre, ya tenemos vida eterna: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).
Es más, si a través de Jesús creemos en el Padre, viviremos plenamente: “En verdad, en verdad os digo: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida” (Jn 5,24). Por tanto, si creemos tenemos vida eterna (habla en presente) y ya hemos pasado de la muerte a la vida (habla en pasado), es decir, ya hemos experimentado la resurrección.
Jesús revela en la carne, en la condición caduca y efímera que asume, lo que ha visto y escuchado del Padre, porque: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30).
Las obras que Jesús hace son obras del Padre, de forma que quien ve y oye las palabras y obras de Jesús, ve y oye al Padre, es decir, quien ve y conoce a Jesús, ve y conoce al Padre: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9).
Jesús es el único camino para llegar al Padre: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).
Jesús promete a sus discípulos el Espíritu Santo diciéndoles que será el que les recordará lo que él les ha dicho y el que los llevará a la verdad. Es quien hace posible que lo que vamos descubriendo en Jesús lo vayamos trabajando en nuestra vida concreta.
El Espíritu Santo es enviado por el Padre en nombre de Jesús para poder creer, sin él no hay fe. Es quien permite al creyente descubrir la realidad de Jesús y la equivocación del mundo, es el que da verdadero sentido a las palabras y a los gestos de Jesús: “el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).
En el momento de la marcha de Jesús es cuando entrega su Espíritu: “os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7).
Para reflexionar:
¿Descubrimos que la obra del cuarto evangelista constituye la cumbre de la revelación trinitaria. Que el Padre y el Hijo, juntamente con el Espíritu Santo, son el centro del evangelio? 

sábado, 16 de enero de 2016

LAS DIEZ VÍRGENES

Cuando Jesús narra la parábola de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13), en las bodas había un banquete después de anochecer. La novia era acompañada por las amigas a casa del esposo y allí lo esperaban para celebrar el banquete. El esposo a veces se retrasaba porque estaba negociando con las dos familias las condiciones de la boda.
Cuando veían al esposo venir, las amigas de la novia salían con sus lámparas a recibirlo y todos entraban en la casa del esposo para celebrar el banquete.
En este texto, las amigas de la novia esperan al esposo con sus lámparas, pero al retrasarse este, se duermen y se va consumiendo la lámpara. Por eso cuando llega el esposo solo pueden salir a recibirlo las 5 amigas prudentes que llevaban aceite de reserva, las otras tienen que ir a comprar aceite y llegan tarde al banquete, y ya no las dejan entrar.
La parábola quiere hacernos ver a qué se parece el reino de los cielos, que es semejante al banquete que prepara el esposo. Nosotros somos las diez doncellas que esperamos la venida del esposo, que es Jesús, para entrar en el banquete que nos tiene preparado.
Debemos salir al encuentro de Jesús con lámparas encendidas. La lámpara encendida representa la luz que viene de la gracia de Dios. El aceite es lo que alimenta esa luz: son las buenas obras, la caridad practicada con el hermano. Nuestra vida con la luz de Cristo brilla, pero necesitamos, para que no se apague, alimentarla con las obras de caridad.
En las diez doncellas podemos ver a toda la Iglesia, tanto en las prudentes como en las necias, pues la Iglesia está compuesta de buenos y pecadores.
En la parábola se nos invita a realizar buenas obras con todos para que la luz no se apague.
Lo necios, aunque han recibido la luz de Cristo se han preocupado de otras cosas y han descuidado el mantener la lámpara encendida, no han pensado que lo prudente era tomar una provisión de aceite: no se han preocupado de realizar buenas obras. Los prudentes, sí que han tomado aceite en sus alcuzas: han practicado la caridad.
Cuando llega el esposo y hay que salir a su encuentro las vírgenes necias se dirigen a las prudentes pidiendo aceite pues se apagan sus lámparas. Los necios quieren que las buenas obras practicadas por los prudentes sirvan también para ellos, porque quieren entrar al banquete.
Pero las vírgenes prudentes no ayudan a sus compañeras necias. Parece falta de caridad, pero Cristo quiere decirnos que nadie puede vigilar por otro, nadie puede asumir la responsabilidad de los demás en los momentos cruciales. Cada uno ha de cuidar su propia lámpara.
Cuando llegue la hora del juicio, no será posible el intercambio de los bienes espirituales. Cada uno será juzgado según sus propias obras.
Al encuentro final con Cristo solo irán los que tengan las lámparas encendidas. Son todos aquellos que han recibido la fe y la Palabra de Dios, y la cumplen, han respondido a esa gracia con un comportamiento adecuado que les permite mantener la lámpara encendida.
Estar vigilantes en todo tiempo y lugar es la condición necesaria para mantenerse en las buenas obras; dejar apagar la lámpara es caer en pecado.
Para reflexionar:
¿Cómo alimento la luz que he recibido con la gracia de Dios a través del bautismo? ¿Soy consciente que se me puede apagar la gracia de Dios y no podré estar con el “novio”?

jueves, 7 de enero de 2016

LOS MAGOS DE ORIENTE

¿Qué nos enseñan hoy los Magos de Oriente?: ellos, como todos los seres humanos, son buscadores. Buscamos la verdad que nos permita ser libres y felices.
Los tres procedían de regiones lejanas y culturas diferentes: son la imagen de toda la humanidad, que es guiada hacia ese Niño que nace para la salvación de todos. Es la peregrinación de todos los pueblos de la tierra hacia el encuentro con Jesús para experimentar su amor misericordioso.
Todos nosotros, como los Magos, podemos ir al encuentro de Jesús para reconocerlo y adorarlo, siempre que hayamos “visto salir su estrella”, ya que esta es la condición indispensable para poder preguntar: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2).
Todos buscamos esa estrella que nos ilumine y nos lleve a la luz verdadera: “El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo” (Jn 1,9).
Para buscar esa luz verdadera hay que ponerse en camino (cuánto nos cuesta ponernos en marcha y salir de nuestras comodidades y rutinas), y vencer las suspicacias y engaños de gente acomodada, con privilegios, que no quiere cambios: “Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él”. (Mt 2,3).
Eso requiere por nuestra parte tener claro que vale la pena esa búsqueda, arriesgarlo todo en esa empresa que hemos comenzado. Hay que ser constantes aunque a veces desaparezca la estrella que nos guía, porque la volveremos a ver y nos llenaremos de alegría: “Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría”. (Mt 2, 9-10).
También para nosotros hay un gran consuelo al ver la estrella, que nos hace sentir que no estamos abandonados sino guiados. Hoy para nosotros la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Salmo 119, v105).
Esta luz nos guía hacia Cristo. Sin escuchar el Evangelio no es posible encontrarlo. La Palabra de Dios es a la vez estrella que guía y luz que ilumina nuestras vidas, porque al orar, al meditar la Palabra de Dios nos acercamos a Jesús, entramos en su casa y estamos con su Madre viéndole: “Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2,11).
Una vez postrados ante Él, estamos en condiciones de adorarle y ofrecerle lo que tenemos y lo que somos. Con nuestra entrega a los hermanos necesitados adoramos a Jesús.
Por eso Jesús se presentó primero a ellos, a unos pastores insignificantes y despreciados: “os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2, 10-11). Y ellos: “Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño” (Lc 2, 16-17).
Jesús se manifestó a los pastores y a los Magos, que se sintieron misteriosamente atraídos por ese Niño. Son muy diferentes entre sí, pero acuden a ver a Jesús porque miran al cielo, porque no están encerrados en sí mismos, sino que tienen el corazón y la mente abiertos a lo que Dios quiera, y Este siempre sorprende si sabemos acoger sus mensajes y responder a ellos.
Tanto los pastores como los Magos, vuelven del encuentro con Jesús cambiados. Así, los pastores: “se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2, 20). Y los Magos: “se retiraron a su tierra por otro camino” (Mt 2,12b).
Hoy, nosotros como los pastores debemos hablar de lo que hemos visto y oído en casa de Jesús; y como los magos, debemos cambiar el rumbo de nuestra vida para caminar por las sendas del amor y paz que hemos recibido.
Para reflexionar:
¿Qué nos dicen los Magos? ¿A quién buscamos? Si hay encuentro con Jesús hay cambio de vida ¿en mi vida hay cambio?

lunes, 21 de diciembre de 2015

¿ESFUERZO O GRACIA?

Estar salvados es participar de la vida de Dios, hemos sido creados para que tengamos parte en su vida feliz. Dios quiere la salvación de todos los hombres.
La gracia de Dios es la que nos salva: “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo (estáis salvados por pura gracia)” (Ef 2, 4-5). “En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir” (Ef 2, 8-9).
Entonces ¿es o no necesario el esfuerzo humano para la salvación? Ante este planteamiento podemos caer en dos extremos: uno es que la salvación depende solo del esfuerzo de cada hombre; y el otro es que todo es gracia, basta la fe y no se necesita nada más para salvarse.
La doctrina católica considera que la gracia de Dios que recibe el hombre gratuitamente, actúa en él y lo transforma, lo une a Cristo y lo convierte en hijo de Dios, para que junto con Cristo pueda vivir y actuar según su voluntad.
La gracia es el Amor de Dios que ha sido derramado en nosotros abundantemente a través del Espíritu Santo y que nos permite unirnos a Cristo y ser hijos de Dios. Por tanto, la gracia es Dios mismo que se nos entrega.
Esta gracia se nos da con el bautismo, la podemos perder con el pecado y la podemos volver a recibir con los sacramentos.
Debemos cooperar con la gracia, en primer lugar no rechazándola, y en segundo lugar viviendo coherentemente con lo que somos: como hijos de Dios y hermanos unos de otros, y esto se manifiesta con obras de amor.
Lo primero que necesitamos para salvarnos es la gracia, que cambia nuestro modo de ser, nos diviniza, nos libera del pecado y nos hace semejantes a Cristo. A partir de entonces, unidos a Cristo, nuestra vida queda transformada de tal forma que podemos amar con él y desde él.
Para poder vivir esa “vida de gracia”, tenemos dos dificultades, una es el tentador, que procura por todos los medios apartarnos de Dios, y la otra es nuestra propia debilidad y limitación, que nos impulsa a vivir desde el exterior (por lo que gusta a los sentidos) y no desde el interior (en donde reside el Amor de Dios).
Pero es precisamente en nuestra debilidad, donde encontramos nuestra fortaleza. Solo el que se siente débil, pecador y reconoce su limitación, es capaz de confiar en Dios y abrirse a su gracia, que es la que nos cambia la vida y nos permite amar desde el Amor de Dios y con el Amor de Dios.
Nuestro esfuerzo personal no es lo que nos permite vivir unidos a Dios y salvarnos, sino que si nos dejamos amar por Dios y aceptamos su gracia que nos une a él, viviremos con él: ¡ya estamos salvados!
En conclusión: no hacemos buenas obras para salvarnos, sino que al estar salvados (al participar ya de la vida de Dios por la gracia recibida) hacemos buenas obras.
Por eso podemos decir como S. Pablo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Cor 15,10). De ahí que nuestra tarea sea dejarnos llevar por el Espíritu Santo que es quien nos permite vivir y actuar con Cristo, y así amar como él nos ama.
Para reflexionar:
¿Cuál es mi esfuerzo para presentarme ante Dios santo e irreprochable?

jueves, 8 de octubre de 2015

EL PERDÓN Y EL AMOR

Para ser perdonados tenemos que amar. El perdón provoca amor y el amor perdona. Así se nos indica en Lc 7, 36-50, cuando Jesús acepta la invitación a comer en casa de un fariseo. De pronto aparece una prostituta de la ciudad, que al enterarse de que Jesús estaba allí, se dirige hacia él. Lucas describe con detalle sus gestos: no dice nada, solo llora, y sus lágrimas riegan los pies de Jesús, y con su cabellera se los seca. Luego besa los pies y los unge con perfume.
Ante esta situación, el fariseo mira con desprecio a esa mujer: por lo que es y por lo que hace. La mirada de Jesús es diferente: ve amor agradecido en una mujer que se sabe pecadora. Quiere sentirse querida y perdonada por Dios.
Jesús que hasta ahora ha estado en silencio, reclama la atención de Simón, quiere que descubra una nueva forma de ver las cosas. Para ello le cuenta una pequeña parábola: hay un prestamista y dos deudores. De forma sorprendente el acreedor perdona la deuda de los dos. Uno le debe 500 denarios (cantidad casi imposible de pagar) y el otro 50 (suma que es posible conseguir).
Jesús termina la narración preguntando “¿cuál de ellos le mostrará más amor?” Simón responde con lógica: “supongo que aquel a quien le perdono más”.
Todo queda iluminado por la parábola: si la mujer da tales muestras de amor es porque siente que se le han perdonado sus muchos pecados.
La mujer se sabe pecadora y que el perdón que recibe de Dios es inmerecido, pero se siente querida por Dios, no por sus méritos, sino por la bondad de ese Dios del que habla Jesús. Por eso tiene amor y agradecimiento. Quedan perdonados sus muchos pecados porque muestra un gran amor.
En cambio, “al que poco se le perdona, ama poco”. Es lo que le sucede a Simón, que como cumple la ley, apenas tiene necesidad del perdón de Dios. Sus pecados son tan pocos que no se siente pecador ni necesitado de perdón; por eso el mensaje de Jesús sobre el perdón de Dios le deja indiferente. No se siente agradecido. A quien poco se le perdona es porque poco amor muestra.
El relato finaliza cuando Jesús se dirige a la mujer para confirmarle el perdón de Dios “han quedado perdonados tus pecados”, porque ha mostrado mucho amor. Aquella mujer despreciada ya disfruta del perdón de Dios. Ha cometido muchos pecados, pero de entre los allí presentes nadie tiene más amor a Dios que ella.
Jesús se dirige a la mujer para que sepa que ha sido su fe en el amor de Dios lo que le ha proporcionado el perdón gratuito y salvador: “tu fe te ha salvado, vete en paz”. Le invita a iniciar una nueva vida reconciliada con Dios y en paz.
Este relato nos invita, por un lado, a mirar a los demás como lo hace Jesús: sin juzgar ni condenar a nadie; y además, a reconocer que es Jesús quien nos ofrece el perdón de Dios. Todos recibimos el perdón inmerecido de Dios y se lo debemos agradecer.
Si le debemos mucho a Dios (sabemos que somos pecadores y necesitamos su perdón), mucho será nuestro amor y agradecimiento hacia él cuando nos sintamos perdonados de esa deuda.
¿Quien mostrará más amor a Dios?: aquel a quien se le perdonó más. En cambio, a quien poco se le perdona (porque no se siente pecador), ama poco. Su amor y agradecimiento a Dios será escaso.
El amor provoca el perdón. Tú le perdonas los pecados porque ama.
El perdón provoca el amor. El amor es la causa y la consecuencia del perdón.
Si quieres que se te perdone mucho: ama mucho. Si amo, se me perdona.
Le quedan perdonados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho amor.
Para reflexionar:
¿Soy consciente del perdón inmerecido de Dios? ¿Me deja indiferente o me provoca agradecimiento y amor?

¿Me siento con derecho a juzgar a los demás? ¿A qué personas he de aprender a mirar de forma más compasiva y acogedora?