miércoles, 16 de noviembre de 2016

LA MISERICORDIA SE RÍE DEL JUICIO

“Hablad y actuad como quienes van a ser juzgados por una ley de libertad, pues el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia; la misericordia triunfa sobre el juicio”  (Sant 2, 12-13).
El que la misericordia triunfa (se ríe) del juicio no indica que gracias a la misericordia de Dios no va a haber juicio o que si lo hay todo el mundo va a ser absuelto en él y nadie va a ser condenado en ese juicio haga lo que haga.
El texto en que está escrita esta frase pone de manifiesto la necesidad de las buenas obras para la salvación: “el hombre es justificado por las obras y no solo por la fe” (Sant 2,24).
El juicio se va a hacer sobre las obras, y las buenas obras serán determinantes en ese juicio.
La misericordia nos la da Dios, y cuando la experimentamos, nos lleva al arrepentimiento de lo malo que hemos hecho y nos ayuda a cambiar de vida.
Esa misericordia que recibimos de Dios, nos justifica, de forma que aunque un juicio justo nos condenara, la misericordia triunfa sobre ese juicio, porque hemos sido hechos justos.
El cristiano debe pensar, juzgar, hablar y obrar movido por el amor a Dios y al prójimo. Y Dios corresponderá generosamente a ese amor, aunque no hayamos cumplido siempre lo que Dios nos pide, porque la misericordia prevalece sobre el juicio.
En el día del juicio, Dios nos juzgará de acuerdo con la ley del amor, por eso debemos tener mucho cuidado en todo lo que hacemos y decimos. Porque Dios no tendrá compasión de quienes no se compadecieron de otros.
Pero los que tuvieron compasión de otros, saldrán bien del juicio, porque la misericordia triunfa, sale victoriosa, se ríe, es superior, al juicio.
Para reflexionar:
¿Qué concepto de misericordia divina tenemos? ¿El arrepentimiento y la conversión son necesarios para alcanzar misericordia o es la misericordia la que nos lleva a arrepentirnos y convertirnos?

domingo, 30 de octubre de 2016

EL SERVICIO PRÁCTICO DE LA CARIDAD ES UN SERVICIO ESPIRITUAL

En Hch 6, 1-6 vemos que en una comunidad cristiana, los discípulos de lengua griega comenzaron a quejarse contra los de lengua hebrea porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas.
Frente a este asunto relacionado con un aspecto esencial en la vida de la comunidad, es decir, la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos y la justicia; los apóstoles convocaron a todo el grupo de discípulos, y se llega a una decisión: “escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea” (Hch 6,3). Aparece así un  embrión de estructura eclesial fundada en el servicio y en el amor. 
Los Apóstoles deben proclamar la palabra de Dios, pero consideran importante el deber de la caridad y la justicia.
Comienza a existir desde aquel momento en la iglesia un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad.
Y, quienes se dediquen a practicar la caridad han de ser hombres que no solo deben tener buena reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, que no sean solo organizadores que saben cómo “hacer” sino que deben “hacer” según el Espíritu.
El servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. La caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo.
Por eso deben unirse los momentos de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad.
No debemos perdernos en el activismo puro, sino dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz de la palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a los demás, que necesita sobre todo del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.
El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo, del compromiso en la actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación, pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da fortaleza y esperanza.
Sin la oración diaria, nuestra acción se vacía, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos.
Cada paso de nuestra vida, cada acción, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.
Para reflexionar:
¿Oramos siempre que vamos a actuar? ¿Unimos la Palabra de Dios a nuestro actuar?

lunes, 12 de septiembre de 2016

BENDICE, ALMA MÍA, AL SEÑOR

El salmo 103 (102) comienza con una invitación a la propia alma a bendecir al Señor: “Bendice, alma mía, al Señor” (v. 1).
Y le bendecimos porque reconocemos su perdón y sanación: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa” (v. 3), y al mismo tiempo porque le agradecemos los dones recibidos: “Te colma de gracia y de ternura” (v. 4); “Sacia de bienes tu vida” (v. 5); “Renueva tu juventud como un águila” (v. 5).
Nos dirigimos a un Dios que tiene siempre presente a los más débiles: “el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos” (v. 6) y a su pueblo: “enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel” (v. 7).
El Salmo va describiendo con entusiasmo cómo es Dios: perdona, cura, rescata, colma de gracia, sacia de bienes, hace justicia, defiende, enseña... Pero sobre todo, llega a una definición: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (v. 8).  
Dios se comporta como un Padre benévolo con sus hijos, lleno de misericordia, sin acusar ni guardar cuentas pendientes “No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo” (v. 9).
No nos trata como merecemos, depone pronto su cólera sin guardar rencor: “no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas” (v. 10).
A pesar de nuestros pecados e infidelidades, su misericordia lo sobrepasa todo y siente ternura por nosotros.
Es precisamente esta debilidad del hombre la que atrae el amor de Dios. El salmista no encuentra otra explicación para este amor que la siguiente: “porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro” (v. 14).
Dios sabe que la vida del hombre es una calamidad y es efímera, y esta caducidad y fragilidad humanas son las que provocan su misericordia.
Pero ante nuestra fugacidad “la misericordia del Señor dura desde siempre y por siempre” (v. 17).
Al final del salmo hay una invitación clamorosa a todas las criaturas a que alaben a Dios, a que lo bendigan para siempre: “Bendecid al Señor, todas sus obras, en todo lugar de su imperio” (v. 22).
Para terminar, el salmista acalla todas las voces, desciende en silencio hasta lo más profundo de su intimidad, y, con una concentración total, emite esta orden: “Bendice, alma mía, al Señor” (v. 22).
El Salmo nos invita a confiar en un Dios que muestra su grandeza no sólo en las obras magnificas de la creación, sino sobre todo en su ternura de Padre que siempre está cerca para ayudar y perdonar.
Para reflexionar:
¿Bendecimos al Señor con todo el agradecimiento del alma?

domingo, 28 de agosto de 2016

HUMILLARSE ES ENALTECERSE

Jesús, para decirnos que “el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11), nos propone una parábola en la que nos aconseja que cuando seamos invitados no ocupemos los puestos principales (Cf Lc 14, 1-11).
Todos tenemos un alto concepto de nosotros mismos y buscamos los primeros puestos para ser alabados por la gente. Tratamos de deslumbrar y satisfacer nuestra vida social ligándola a la posesión, al poder o al honor.
Pero Jesús nos dirá que estos no son los valores para entrar en el banquete del Reino de Dios. Nos da a entender que los puestos de honor en el Reino de los Cielos no son para los que creen tener privilegios, para los soberbios y vanidosos; sino para los humildes y sencillos de corazón.
De ahí la necesidad que tenemos de hacer una profunda revisión de la jerarquía de valores que la sociedad en que vivimos ha establecido y que nos invitan a escoger los primeros puestos; en cambio, los contrava­lores de Jesús nos mandan directamente al último puesto: al que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán.
Jesús quiere constituir una sociedad de iguales siendo humildes y sencillos de corazón. Por eso “el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor” (Lc 24,26), pues Jesús está en medio de nosotros “como el que sirve” (Lc 24,27).
Buscamos elegir los primeros puestos, que no es cuestión de sillas o primeras filas, elegir el primer puesto es cosa del corazón, es querer ponerse uno delante de todo, que todo esté supeditado a nuestra voluntad, es querer ser servido en lugar de servir, ser ensalzado en lugar de mostrarse disponible, ser amado antes de amar.
Este comportamiento no nos ayuda sino que nos perjudica porque nos convierte en rivales unos de otros, nos lleva a la desconfianza, a la envidia y a los atropellos.
Por eso Jesús nos dice que el que se cree justo y piensa que merece el primer puesto, oirá “cédele el puesto a este”(Lc 14,9) y se irá avergonzado.
Pretender obtener honor y gloria por nosotros mismos nos lleva a una actitud egoísta y soberbia que nos rebaja, en cambio, quien se humilla, inclina su cabeza delante del Señor y pide perdón, será ensalzado.
La verdadera grandeza humana la alcanza no el vanidoso, no el soberbio, no el que se cree más que los demás por ser importante, sino el humilde, el que en todo procede con sencillez, el que incluso siendo una persona importante se abaja para servir y elevar a los demás.
Este es el camino por el que cada cual será enaltecido: el del abajamiento para un servicio permanente y desinteresado a los demás.
Sólo se conoce y se valora rectamente a sí mismo quien conoce y ama al Señor. En Cristo descubrimos la verdad sobre nosotros mismos y de Él podemos aprender a ser verdaderamente humildes.
Para reflexionar:
¿Qué buscamos en la vida? ¿Dónde nos colocamos? ¿Qué pretendemos y de qué forma?

domingo, 24 de julio de 2016

LA ORACIÓN DE PETICIÓN

Karl Rahner, uno de los más grandes teólogos católicos del S. XX hace una reflexión sobre la queja que se hace a la oración de petición. Se acusa a esta oración de que cuando nosotros rezamos, gritamos y lloramos ante Dios, él no nos responde, permanece mudo. Es una queja de desesperación y decepción.
Hemos acudido a Dios como Padre de misericordia apelando a su piedad, con confianza le mostramos los motivos de nuestra desesperación y le decimos que nuestras pretensiones son  modestas y realizables, pero de nada sirvió. Nadie nos consoló, no fuimos escuchados, hemos llamado sin respuesta alguna.
Ante esta acusación unos dirán que rezar no tiene ningún objetivo, pues el Dios que pudiese escuchar la oración de petición o no existe o no se preocupa de su creación, otros piensan que la oración de petición es solo para pedir bienes superiores del alma, no se pide a Dios que evite los males, sino la fuerza para sobrellevarlos.
Aun así, nosotros queremos orar y pedir, porque tenemos una fe que espera contra toda esperanza y sigue orando contra toda aparente decepción.
Pero, cuando le pedimos a Dios que nos libre de los “males”, ¿estos son según nuestros criterios o los de Dios? Cuando hemos tenido pan y bienestar ¿ha podido ser un “mal” que nos ha llevado a olvidarnos de Dios? ¿Sabemos que los caminos de Dios no los podemos comprender?
Para saber si hemos orado o hemos mantenido un monólogo de egoísmo ciego con nosotros mismos, lo reconoceremos si nuestra petición se ha transformado en preguntar a Dios ¿qué es mejor para mí: la necesidad o la felicidad, el éxito o el fracaso, la vida o la muerte?

La respuesta a la acusación a la oración de petición se llama Jesucristo. Su oración de petición es nuestra enseñanza. Y su petición es realista: “aparta de mi este cáliz” (Lc 22,42a). Lo pide con el fervor de un hombre angustiado, lo suplica sudando sangre, lo implora bajo un tormento de muerte. No pide cosas sublimes o celestiales, sino lo que para nosotros los terrenos es lo más valioso, pide la vida.
Su oración de petición es de confianza en Dios: “yo sé que tú me escuchas siempre” (Jn 11,42).
Y su oración de petición es de entrega incondicional: “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42b). El abandonado de Dios, el fracasado, pese a todo, entrega su alma en manos del Padre.
Jesús lanza un grito de angustia pero se siente seguro de ser escuchado y no quiere hacer otra cosa que la incomprensible voluntad de Dios. Pide con fervor por su vida, pero su oración por su vida es un ofrecimiento de su vida para la muerte.
En esta oración de petición se unen lo más divino y lo más humano, se pide ayuda para la vida terrena, pero más que el pan y la vida se quiere la voluntad de Dios, aun cuando sea el hambre y la muerte.
Así, nos introducimos en la voluntad de Dios y nuestra voluntad quiere a Dios, su amor y su gloria, hemos quemado todo lo egoísta y ya podemos decir, junto con el Hijo: “sé que tú me escuchas siempre”.
Solo entonces el yo, que quiere ser escuchado, habrá entrado en el tú que escucha, y existirá la armonía pura y libre entre Dios y el hombre, por la cual el hombre puede querer, aspirar y pedir la aceptación de la voluntad de Dios.
Si realizamos esto llegamos a ser como un niño que sabe que su Padre es más sabio, tiene la visión más amplia y es bondadoso en su inexplicable dureza, y que porque se es niño, no hacemos de nuestro juicio y deseo la última instancia.
El ser niño confiado ante Dios nos permite conjugar en la oración de petición el miedo y la confianza, la voluntad de vivir y la disposición a morir, la certeza de la escucha y la renuncia a ser escuchado según el propio plan.
Si quieres entender la oración de petición, ora, pide, llora. Pide aquello que tu cuerpo necesita, de forma que la petición del don terreno te transforme cada vez más en un hombre celestial. Pide de tal modo que te hagas cada vez más ofrenda a Dios.
Pidamos aquello que necesitamos en esta tierra, pero sin olvidar que somos peregrinos en ella, y no podemos ser escuchados como si tuviésemos aquí una morada permanente, como si no supiésemos que tenemos que entrar a través de la ruina y de la muerte en la Vida.
Para reflexionar:
¿Acusamos a la oración de petición como inútil? ¿En quién confiamos?    

viernes, 8 de julio de 2016

CLERICALISMO Y MUNDANIDAD ESPIRITUAL

El Papa Francisco nos advierte sobre un excesivo clericalismo dentro de la Iglesia y contra la mundanidad espiritual.
El clericalismo, esa tentación del clero de señorear sobre los laicos, es una forma excesiva de intervenir el clero en la vida de la Iglesia que dificulta el ejercicio de los derechos al resto del pueblo de Dios.
El clericalismo es un obstáculo para que se desarrolle la madurez y la responsabilidad cristiana de buena parte del laicado al mantenerlo al margen de las decisiones eclesiales. 
Los ministros ordenados están al servicio de los laicos, los cuales deben formarse y tomar conciencia de su responsabilidad en la Iglesia.
Un párroco no puede llevar la parroquia adelante con un estilo clerical que no deja crecer a la parroquia ni a los laicos. El párroco se debe apoyar en el Consejo pastoral y decidir tras haber escuchado, dejado aconsejar, dialogado… Esta es su tarea, no es un patrón de empresa.
Por eso los sacerdotes deben ser formados no como administradores, sino como padres, hermanos, deben ser capaces de proximidad, de encuentro, de enardecer el corazón de la gente, caminar con ellos, entrar en diálogo con sus ilusiones y sus temores.
El clericalismo puede conducir a una mundanidad espiritual que, aparentando una religiosidad e incluso amor a la Iglesia, lo que busca es la gloria humana y el bienestar personal, en lugar de la Gloria del Señor.
Esta mundanidad se da en quienes sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas. De forma que en lugar de evangelizar, se analiza y clasifica a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
No preocupa que el Evangelio tenga una inserción en el Pueblo de Dios, sino que se busca una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, cargados de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios. Es una autocomplacencia egocéntrica.
Quien ha caído en esta mundanidad descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia.
Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios.
Para reflexionar:
En la Iglesia ¿lo hacemos todo para gloria de Dios o para la nuestra?

domingo, 3 de julio de 2016

JONÁS

A primera vista, el libro de Jonás parece una historia divertida y sorprendente, pues no es corriente que un pez se trague a un hombre, que este entone un salmo en el vientre del monstruo y que siga su camino tres días más tarde. También es curiosa la disposición  unánime de los ninivitas para convertirse apenas escuchan el sermón de Jonás, y al final, el asunto de la planta de ricino nos hace sonreír y reflexionar.
Pero a pesar de todo, el lector de este pequeño relato queda seducido e interrogado por él.
Jonás, inicialmente no quiere ir a Nínive a llevar el mensaje de Dios por sus crímenes. Pero después de pasar por un naufragio y una estancia en el vientre de un gran pez, acaba proclamando en Nínive el mensaje que Dios le ha indicado: “Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada” (Jon 3, 4b).
Los ninivitas, con su rey al frente, creyeron en Dios, se arrepintieron e hicieron penitencia. El rey proclamó a todos los hombres y animales “que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia” (Jon 3, 8b).
Entonces “Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó” (Jon 3,10).
Ante esto, paradójicamente, Jonás se disgusta y se indigna porque han resultado fallidos sus anuncios sobre la próxima destrucción de la ciudad. 
Jonás simboliza a todos aquellos que no aceptan la forma de ser de Dios que perdona a cualquiera que se arrepiente. No le gusta que Dios sea bueno y misericordioso con Nínive, una ciudad que no es religiosa ni humana.
Indignado, sale Jonás de la ciudad y se queda a ver qué pasa. Entonces Dios hace que una planta de ricino crezca a su lado para que le de sombra y librarlo de su disgusto, cosa que alegra a Jonás. Pero al día siguiente Dios hace que se seque la planta, y el sol hizo desfallecer a Jonás que deseaba la muerte.
A Jonás le molesta la desaparición del arbusto que le daba sombra, mientras que no le da pena de la muerte de miles de inocentes en la ciudad.
Cuando todo le falla a Jonás (el castigo de Nínive y la sombra del ricino), es cuando se dirige a Dios y le pide que le quite la vida. Ante tanto dolor dice “Más vale morir que vivir” (Jon 4, 8b).
Finaliza el relato con un diálogo entre Dios y Jonás. Dios le pregunta si tiene ese disgusto tan grande por lo del ricino y Jonás le contesta afirmativamente, a lo que Dios le responde que si Jonás se compadece de una planta que aparece y desaparece, cómo no se va a compadecer Él de una gran ciudad con muchos habitantes que viven desorientados.
La respuesta final de Dios no es na afirmación sino una pregunta: "Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la ran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales?” (Jon 4, 10-11).
La pregunta de Dios va dirigida a Jonás y, a través de él, a todos los lectores; a los que se tienen por buenos y desprecian a los que juzgan malos; a los que no quieren un Dios clemente con todos sino para un limitado número de buenos.
Jonás piensa que se puede servir a un Dios poderoso y justiciero, pero servir a un Dios piadoso y clemente no vale la pena.
Pero Dios es así, clemente y misericordioso con todos y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Este libro contrarresta la tendencia que solemos tener de valorarnos positivamente, de ser los buenos y merecedores del premio, frente a los otros, los malos, los que deben ser castigados.
Si pensamos que el amor de Dios debe reservarse para los buenos, el relato nos lleva a lo contrario, a que los ninivitas, los malos, son los que acogen la llamada del profeta, se convierten y son perdonados.
Aquí se critica la tesis del exclusivismo religioso, según la cual sólo los pertenecientes al pueblo elegido tienen derecho al arrepentimiento y perdón de parte de Dios.
Frente a nuestra preocupación por cosas intrascendentes y nuestro peculiar sentido de la justicia, Dios ¿cómo no va a cuidar de todos seres vivos y mostrarse solícito con ellos? 
Jonás no responde. Nos toca responder a nosotros.
Para reflexionar:
¿Queremos que Dios sea como creemos nosotros que debe ser? ¿Debe ponerse al lado de los que se arrepienten?