Estar salvados es participar de la vida de Dios, hemos
sido creados para que tengamos parte en su vida feliz. Dios quiere la salvación
de todos los hombres.
La gracia de Dios es la que nos salva: “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran
amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho
revivir con Cristo (estáis salvados por pura gracia)” (Ef 2, 4-5). “En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de
vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda
presumir” (Ef 2, 8-9).
Entonces ¿es o no necesario el esfuerzo humano para la
salvación? Ante este planteamiento podemos caer en dos extremos: uno es que la
salvación depende solo del esfuerzo de cada hombre; y el otro es que todo es
gracia, basta la fe y no se necesita nada más para salvarse.
La doctrina católica considera que la gracia de Dios
que recibe el hombre gratuitamente, actúa en él y lo transforma, lo une a Cristo y lo
convierte en hijo de Dios, para que junto con Cristo pueda vivir y actuar según
su voluntad.
La gracia es el Amor de Dios que ha sido derramado en
nosotros abundantemente a través del Espíritu Santo y que nos permite unirnos a
Cristo y ser hijos de Dios. Por tanto, la gracia es Dios mismo que se nos
entrega.
Esta gracia se nos da con el bautismo, la podemos
perder con el pecado y la podemos volver a recibir con los sacramentos.
Debemos cooperar con la gracia, en primer lugar no
rechazándola, y en segundo lugar viviendo coherentemente con lo que somos: como
hijos de Dios y hermanos unos de otros, y esto se manifiesta con obras de amor.
Lo primero que necesitamos para salvarnos es la
gracia, que cambia nuestro modo de ser, nos diviniza, nos libera del pecado y
nos hace semejantes a Cristo. A partir de entonces, unidos a Cristo, nuestra
vida queda transformada de tal forma que podemos amar con él y desde él.
Para poder vivir esa “vida de gracia”, tenemos dos
dificultades, una es el tentador, que procura por todos los medios apartarnos
de Dios, y la otra es nuestra propia debilidad y limitación, que nos impulsa a
vivir desde el exterior (por lo que gusta a los sentidos) y no desde el
interior (en donde reside el Amor de Dios).
Pero es precisamente en nuestra debilidad, donde encontramos
nuestra fortaleza. Solo el que se siente débil, pecador y reconoce su
limitación, es capaz de confiar en Dios y abrirse a su gracia, que es la que
nos cambia la vida y nos permite amar desde el Amor de Dios y con el Amor de
Dios.
Nuestro esfuerzo personal no es lo que nos permite vivir
unidos a Dios y salvarnos, sino que si nos dejamos amar por Dios y aceptamos su
gracia que nos une a él, viviremos con él: ¡ya estamos salvados!
En conclusión: no hacemos buenas obras para salvarnos,
sino que al estar salvados (al participar ya de la vida de Dios por la gracia
recibida) hacemos buenas obras.
Por eso podemos decir como S. Pablo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su
gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que
todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Cor
15,10). De ahí que nuestra tarea sea dejarnos llevar por el Espíritu Santo que es
quien nos permite vivir y actuar con Cristo, y así amar como él nos ama.
Para
reflexionar:
¿Cuál es mi esfuerzo para presentarme ante Dios santo
e irreprochable?