Cuando el maestro de la ley le responde a Jesús que
para alcanzar la vida eterna hay que amar al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y al
prójimo como a ti mismo. Jesús le dice: has respondido correctamente. Haz esto
y tendrás la vida.
Pero el maestro de la ley le sigue preguntando a
Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?
Quiere saber a qué prójimo hay que amar.
Jesús le va a decir quien es el prójimo, para ello
le cuenta la parábola del buen samaritano y le da la vuelta a la pregunta.
Ante la pregunta de quien es mi prójimo, Jesús nos
dice de quien debo hacerme prójimo: ¿quién se comportó como prójimo de ese
hombre al que encuentran mal herido?
En esta parábola, al samaritano, cuando llega al
lugar donde está el hombre herido, se le conmovieron las entrañas, se
compadeció de un hombre al que ve medio muerto.
Jesús nos está diciendo ¿eres capaz de que se te
conmuevan las entrañas ante una necesidad? Cuando así sea, encontrarás a tu
prójimo.
El misericordioso es el que se conmueve por dentro
ante las necesidades de los demás y le ayuda.
Prójimo es aquél al que me acerco por amor. La
proximidad la hace el amor, una determinada manera de mirar y actuar.
La vida de Jesús es la vida del buen samaritano. Su
vida es eso, se acerca al pobre, al ciego, al pecador… para curar las heridas
que puedan tener.
Los Santos Padres ven en esta parábola a Jesús como
el buen samaritano que en su actuación salva. Jesús actúa sobre nosotros y nos
salva.
Y ven al posadero como a la Iglesia, que rehabilita.
Pues Jesús le ha dado a la
Iglesia lo que necesita para nuestra curación.
Jesús nos da la salvación y el Espíritu Santo en la Iglesia, la
rehabilitación.
Por tanto, más que preguntarnos por quien es
nuestro prójimo, debemos averiguar de quien somos prójimo. El título de prójimo
nos lo concede el otro después de haber actuado con él.
Para reflexionar:
¿Nos conmovemos ante las necesidades de los demás y
nos acercamos a ellos por amor?
¿El conmovernos y acercarnos, nos lleva a actuar?
¿Tenemos lo suficiente para actuar con
misericordia?
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