domingo, 21 de diciembre de 2014

EVANGELIZACIÓN



Para el apostolado no hay mejor camino que el fracaso del apóstol. Por contradictorio que parezca, para la ineficacia apostólica nada mejor que la elaboración de minuciosos proyectos de evangelización. Obstaculizamos los resultados cuando los buscamos directamente.
Un evangelizador debe aprender a saber esperar, pues así comprende que la obra que debe llevar a cabo no es la suya, que es únicamente un instrumento, y que en ningún trabajo del mundo son las herramientas (sino los patronos) quienes deciden cómo y cuándo se realiza una tarea.
Cualquier desdichado no tiene en este mundo más necesidad que la presencia de alguien que le preste atención. Por eso, escuchando, sin prisa, ya queda sembrada la semilla del evangelio.
No se puede evangelizar un pueblo al que antes no se ha escuchado, pues el evangelizado debe sentirse siempre protagonista de la evangelización.
Evangelizar consiste en interesarse por las historias ajenas, pero sin anhelar que acabe pronto esa historia para enlazarla con la supuesta y verdadera Buena Noticia.
Solo escuchar, sin aconsejar o amonestar, sin llegar a conclusiones, es lo que Dios hace preferentemente con nosotros.
Para evangelizar hay algo fundamental: la amistad entre el evangelizador y el evangelizado. No es posible evangelizar a nadie del que antes no te hayas hecho amigo.
La amistad es el mejor modo de evangelización, pero de uno mismo en primer término.
No se puede evangelizar sin antes ser evangelizado, ni podemos dar nada meritorio si no se sabe recibir.
Evangelizar, además, no consiste en dar a alguien lo que no tiene, sino permitir que sea él quien lo descubra por medio tuyo.
Los pobres nos evangelizan: esta es la principal lección que aprende todo misionero tarde o temprano. Todo lo demás es proselitismo, no apostolado.
El verdadero apostolado cristiano solo se hace desde la debilidad, nunca desde la fuerza.
En nuestro entorno vamos a encontrar la pobreza de los que no conocen el amor que Dios nos tiene, ni viven bajo la luz, la amistad y el consuelo de Jesucristo; y la de los que carecen de lo elemental para vivir dignamente. En ambas pobrezas hay sufrimiento que nos debe llevar a la compasión por ellos; en un caso para ofrecerles el evangelio de Cristo y que su vida tenga sentido,  y en el otro para darles de comer.
Las personas alejadas escuchan más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan. Por eso es importante evangelizar mediante la conducta, mediante nuestra vida de fidelidad a Jesucristo en la pobreza y la libertad frente a los poderes del mundo.
Para reflexionar:
¿Podemos evangelizar sin escuchar o sin amistad? Solo se transmite lo que se lleva dentro ¿qué o a quién llevamos?

domingo, 30 de noviembre de 2014

SALVACIÓN



La perfección del hombre, lo que da sentido a su vida se produce cuando llega a ser lo que está llamado a ser. Esa es la verdad del hombre: ser aquello a lo que está llamado a ser.
Y nosotros hemos sido creados y llamados a participar de la vida de Dios, a vivir en su amor y felicidad.
Para conseguir esto debemos actuar. La libertad nos posibilita elegir la única opción que responde a la finalidad del hombre.
La salvación se produce cuando el hombre “es” lo que “está llamado a ser”. Somos salvados si vivimos conforme a lo que hemos sido creados: vivir unidos a Dios.
Esta unión con Dios se produce con el bautismo, que por la acción del Espíritu Santo quedamos “insertados” en Jesucristo.
Dios no cesa de buscarnos y atraernos hacia él para que podamos vivir de forma auténtica la vida que nos ha sido dada, que es junto a él, y eso ocurre ya ahora (aunque tras la muerte física y resurrección, lo viviremos en plenitud).
Para conseguir esa vida auténtica o vida eterna o vida verdadera o salvación, no necesitamos nada más que con la fe aceptar el regalo de Dios que nos introduce (por el bautismo) en la “comunidad de los salvados”, y ya estamos participando de su vida. Dios nos ha creado para eso.
Desde ahora, si creemos en Dios y nos dejamos empapar por su amor, por su Espíritu, ya estamos salvados, ya estamos viviendo la vida verdadera.
“Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no será condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida” (Jn 5,24).
En la primera parte de este texto Jesús habla en presente, pues si reconocemos a Dios y a su enviado Jesucristo ya poseemos la vida eterna, ya estamos en comunión con Dios, ya estamos salvados; y en la segunda parte del texto habla en pasado: ha experimentado ya la resurrección.
Este paso de la muerte a la vida, de una vida sin sentido a la vida verdadera, es la salvación: ser lo que hemos sido llamados a ser.
Nos salva la fe, pero la auténtica fe es la que actúa por medio de las obras de amor, que son las que posibilitan la respuesta del hombre para ser lo que está llamado a ser. 
Las obras que se hacen desde la fe son las que salvan, pues como nos dice San Pablo, aunque hablara todas las lenguas, tuviera el don de la profecía o repartiera todos mis bienes… si no tengo caridad (si no tengo el amor de Dios, si no lo hago todo por el amor de Dios y con el amor de Dios, si no lo hago todo unido a Dios)… de nada me serviría: no me salvo.
Dios está encantado de invitarnos a vivir con él para que seamos felices. Nos ofrece la salvación gratuitamente, basta creer en ello, confiar en él, tener fe.
Para reflexionar:
¿Ya hemos resucitado, ya poseemos la vida eterna o tenemos que esperar?
¿Cuál es nuestra auténtica vocación, para qué estamos en este mundo?

miércoles, 26 de noviembre de 2014

ACTITUDES DE JESÚS



Los  judíos sabían que para hacer la voluntad de Dios había que cumplir la Ley, por eso Jesús no se opone a ella, pero la supera y nos descubre el aspecto positivo de la Ley, lo que está más allá de la Ley.
Jesús es más exigente que la Ley, y la autoridad con que la interpreta brota de su experiencia filial, conoce perfectamente la voluntad del Padre.
Jesús respeta el Templo, pero su muerte y resurrección marca el final del Templo.
Jesús es el nuevo Templo de Dios y el cumplimiento perfecto de la Ley.
Ante las personas, Jesús tiene un corazón grande para amar, ama a todos. Pero por exigencia del propio amor, ama más intensamente a aquél que más lo necesita. Por eso su opción son los pobres, que son los que más lo necesitan.
El amor de Jesús es personal y se adapta a cada persona, por eso Jesús dialoga con todos los que buscan sinceramente la verdad, pero con aquellos que buscan interpretar la verdad a su manera, no dialoga. Cuando se encuentra de frente ante una interpretación ciega y malévola de la realidad, no entra al diálogo o a la explicación.
Jesús es amigo de los pecadores, Jesús está con nosotros precisamente por eso, porque no somos buenos, no al revés, no por nuestros méritos.
Jesús participa en la mesa de los pecadores. Este gesto de comensalidad es un signo de reintegración, es una imagen de lo que es el reino de Dios: que aquello que está apartado se puede reintegrar.
Los pecadores y marginados son objeto de la predilección de Jesús.
Frente al pecado Jesús perdona, esto es algo que nadie puede hacer (solo Dios puede perdonar pecados), es una pretensión de Jesús para que se le considere divino.
Jesús llama Abba (papá) a Dios Padre, esto expresa la ternura del Hijo en relación al Padre, expresa la autoconciencia del Jesús histórico al considerarse hijo del Padre.
La relación de Jesús con sus discípulos no es de maestro a alumno, Jesús reclama una adhesión incondicional e invita a elegir el reino de Dios con la aceptación o rechazo de su persona.
Pide a sus discípulos una entrega en exclusividad a su persona, un seguimiento a su modelo de vida. La vocación o el seguimiento llevan a una expropiación de la propia vida, yo ya no me pertenezco, pertenezco a otro.
Para reflexionar:
¿Es Jesús parcial en su amor? ¿Qué exige a sus discípulos?

domingo, 9 de noviembre de 2014

AMOR A LOS ENEMIGOS



Con la parábola del buen samaritano Jesús nos enseña que el amor que debemos tener a todas las personas tiene que demostrarse prácticamente.
Nosotros poseemos un amor natural que nos lleva a amar a aquellos con quienes estamos ligados por lazos de sangre y de amistad, pero de Dios nos viene un amor sobrenatural que ensancha nuestro corazón y nos permite amar a todos al considerarlos hermanos.
Cuando el amor sobrenatural se suma al natural podremos tener la capacidad de amar a nuestros enemigos, pues ya no veremos en el hombre que nos hiere su malicia ni su antipatía ni su enemistad, mas bien veremos las heridas que se ocasiona a sí mismo por sus dificultades con nosotros y consigo mismo.
Debemos cambiar los sentimientos negativos que podamos tener contra quien nos ha ofendido por un amor hacia él, y esto comienza por orar por quien nos ha ofendido.
Pretendemos con nuestra oración y actitud, por un lado, liberarnos de nuestro egoísmo, pues amando solo a los que nos aman nos estamos amando a nosotros mismos ya que estamos esperando de ellos correspondencia o algún beneficio; y por otro lado, que pueda amar él también.
Si verdaderamente amamos a nuestros enemigos, perdonaremos de corazón la ofensa aún antes de que el ofensor pida perdón.
La gracia de Dios que es la que nos posibilita amar de esta forma nos mueve no solo a perdonar sino a echar una mano al otro a quien vemos enredado en su rencor y en su amargura, y también a pensar en su buena voluntad y disposición, aun cuando a veces nos traten injustamente o nos mortifiquen.
Para facilitar este amor a los enemigos no debemos estar recordando constantemente el agravio o las ofensas que hemos sufrido, ni hablar sin necesidad de ello, pues estaríamos dando pie a mantener vivos en nuestro corazón los malos sentimientos.
La mejor prueba para detectar si tenemos una voluntad sincera de perdonar al ofensor es ver si estamos dispuestos a ayudarle cuando se halle necesitado.
El reconocer los valores y éxitos de nuestro ofensor nos ayudará a luchar contra el rencor y el odio, pero la principal fuerza que poseemos para cumplir este mandato de Jesús de amar a nuestros enemigos la recibimos del propio Jesús, que a través de la oración y los sacramentos entra en comunión con nosotros y nos llena de su amor, de su Espíritu, que es el que nos capacita para amar como él ama.
Para reflexionar:
¿A quiénes amamos y por qué? ¿Si solo amamos a los que nos aman, somos egoístas? ¿Podemos realmente amar a quienes nos ofenden continuamente?

sábado, 25 de octubre de 2014

ÁNGELES

El Salmo 91 (90) nos muestra la bondad de Dios al enviar a sus ángeles custodios. Es un Salmo que nos da seguridad bajo la protección divina: “No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos”.
San Bernardo reflexionando sobre este Salmo en uno de sus sermones nos comenta que la preocupación de Dios por el hombre se manifiesta enviando a su Hijo y a su Espíritu y le promete la gloria.
Pero también Dios hace que todo lo que hay en el cielo participe en nuestro cuidado, por eso envía a sus ángeles para nuestro bien, no para que nos muestren el gran poder de Dios ni para que actúen contra el impío, sino que los destina a nuestra guarda.
¿Quiénes somos nosotros para que Dios nos aprecie tanto?: La respuesta la tenemos en el evangelio cuando disponiéndose los criados a arrancar la cizaña sembrada después del trigo, el providente Padre de familia les dice: Dejad que ambos crezcan hasta la siega..., no sea que, al querer arrancar la cizaña, arranquéis con ella el trigo (Mt. 13, 29-30).
Dios quiere que los ángeles te guarden a ti, que eres trigo entre cizaña. Este es el objeto del mandato que Dios ha impuesto a sus ángeles para mientras vivamos en la tierra: conservar el buen grano hasta el tiempo de la recolección (del juicio final).
Dios mandó a sus ángeles para que nos guarden en nuestros caminos. Por eso debemos caminar teniendo presente a los ángeles, en cualquier parte, en cualquier lugar, aun el más oculto.
A Dios es a quien se le debe todo honor y gloria, pero no debemos ser ingratos con aquellos que le obedecen con tanto amor y nos amparan en tanta indigencia.
Seamos agradecidos a los ángeles y honrémosles, pero sabiendo que todo nuestro amor debe ir dirigido a Dios, de cuya mano (tanto para los ángeles como para nosotros) recibimos el poderle amar y merecer ser amados.
Amemos a los ángeles como a quienes han de ser un día coherederos nuestros, siendo por ahora nuestros defensores y tutores puestos por el Padre sobre nosotros.
¿Qué temeremos teniendo tales custodios?: ellos no pueden ser vencidos ni engañados, y mucho menos nos pueden engañar ellos que nos guardan en todos nuestros caminos.
Para reflexionar:
¿Tenemos en cuenta en nuestra vida a los ángeles? ¿Pedimos a Dios que sus ángeles nos guarden, acompañen e intercedan por nosotros?

lunes, 20 de octubre de 2014

LA IGLESIA: SAL Y LUZ DEL MUNDO

La Iglesia la formamos todos aquellos que hemos sido convocados por Dios a formar parte de su pueblo.
A ese pueblo se pertenece por la fe y el bautismo. La gracia que recibimos en el bautismo es la que nos incorpora a esta familia, y como es la misma para todos, dentro de la Iglesia todos somos iguales.
Por eso todos tenemos que participar y ser corresponsables de la vida y misión de la Iglesia.
Al ser todos los miembros de la Iglesia uno en Cristo, todos tenemos la misma dignidad, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección, la misma salvación… Todos estamos llamados a la santidad, pero los caminos para llegar a ella son distintos.
En la Iglesia nos necesitamos los unos a los otros. Los pastores están al servicio de los fieles y estos colaboran con los pastores. Cada miembro está al servicio de los otros.
La Iglesia es un instrumento de la redención universal, tiene una ley nueva que es amar como Cristo amó, y es enviada a todos para ser luz del mundo y sal de la tierra.
El cristiano está llamado a ser sal de la tierra, a dar sabor a la vida para que todos puedan gozar y disfrutar de ella. Esto es ser testigos del evangelio.
El evangelio es como sal que debe ser arrojada discretamente en el plato de la vida como energía que empuja la vida hacia delante y la orienta hacia el verdadero objetivo a conseguir.
Los discípulos con sus obras y su testimonio del evangelio han de dar sabor y valor a la humanidad.
“Si la sal se vuelve sosa...”: es cuando los discípulos pierden la capacidad de manifestar con sus obras y su testimonio el Evangelio “…no sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.
Es necesario que las obras de la comunidad de los discípulos sean visibles por los demás hombres.
La comunidad cristiana que ha recibido la luz, la tiene que manifestar al mundo, para que los demás lleguen a la conclusión de que existe Dios y que Dios es Padre.
Cada discípulo es luz en la medida en que su vida hace visible la fuerza transformadora del evangelio y demuestra que el amor nuevo es posible.
Quien dice "sí" con su vida a las enseñanzas de las bienaventuranzas es sal y luz. De forma que ese cristiano, portador del don de Dios, no puede limitarse a gozarlo y vivirlo sólo él. Debe alumbrar y dar sabor al mundo para que los demás, viéndolo, den gloria al Padre.
Para reflexionar:
¿Quién es más importante en la Iglesia? ¿Pensamos que por el hecho de ser cristianos ya somos sal y luz para el mundo? 

lunes, 29 de septiembre de 2014

HUMILDAD

Jesús nos revela un misterio del Reino de Dios: “Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lc 14, 11). Y nos dice: “Aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,29).
¿Qué es ser humilde? Podemos pensar que una persona es humilde cuando se abaja ante la grandeza de otra, cuando aprecia una cualidad superior a la suya o un mérito en el otro sin envidia. Pero eso no es humildad sino honradez.
Tampoco es humilde aquel que no se hace notar, que no habla, que no opina de nada y aparenta no estar a la altura de ningún tema, que cree no tener ningún talento, que se menosprecia, que ocupa el último lugar.
Humildad es distinto a sentimientos o complejos de inferioridad, estos son expresiones de desaliento o depresión.
Ser humildes no significa despreciarnos sino tener el sentido exacto de lo que somos en relación con Dios, no con el prójimo. Nace del aceptar que somos creados, limitados, pecadores, y por eso libremente nos sometemos a la voluntad de Dios.
De esta forma, al reconocer cómo es Dios y quienes somos nosotros, combatiremos nuestro afán de independencia y de autosuficiencia, de sentirnos dioses, de olvidarnos de lo que somos: criaturas y pecadores.
El humilde conoce y reconoce su debilidad, su pequeñez y miseria ante la infinitud y misericordia de Dios. Y usa la humildad para vincularse más profundamente con Dios, para confiar en Dios y en su misericordia.
El hombre humilde es y se siente por sí solo muy débil, necesitado y defectuoso; pero unido con Dios, es y se siente de un valor muy grande. “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10).
La humildad frena y sujeta nuestros deseos exagerados de la propia grandeza, haciéndonos conscientes de nuestra pequeñez ante Dios.
La humildad de la Virgen se basa en la conciencia de ser criatura ante el Dios omnipotente. Sabe de la distancia infinita entre ella y Dios, y se complace en reconocer su pequeñez y limitación ante la infinitud de Dios.
El grado más profundo de humildad lo encontramos en Jesucristo, quien “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,8).
El humilde es un sabio que reconoce su verdad: su maldad y bondad, y al ver lo bueno que tiene lo potencia, y al ver lo malo que tiene le pide a Dios fuerza para cambiar de vida y convertirse en misericordioso.
El orgulloso no ayuda a nadie y el humilde siempre es servicial y se pone desinteresadamente a disposición de los hermanos.
La humildad nos hace más comprensivos con los defectos del prójimo, no nos dejará ver la paja en el ojo ajeno sino que nos centrará en la viga que tenemos atravesada en el nuestro.
La humildad facilita la vida divina en el hombre, pues impide que la soberbia y la vanagloria obstaculicen la gracia.
La humildad no consiste en que el más pequeño rinda homenaje al más grande, sino en que éste último se incline respetuosamente ante el primero.
Para reflexionar:
¿Es la humildad la madre de las virtudes y la soberbia de los defectos? ¿Nos damos cuenta de lo que somos y valemos cuando nos comparamos con Dios?

jueves, 28 de agosto de 2014

DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA

En el Padre Nuestro dirigimos a Dios Padre siete peticiones. La petición central del Padre Nuestro “danos hoy nuestro pan de cada día” es la clave de lectura que une las dos partes.
"Danos". Pedir el pan de cada día nos convierte en personas que lo esperan todo de la bondad de su Padre celestial, incluidos los bienes materiales y espirituales necesarios para vivir.
Es la confianza de los hijos que agradecen al Padre su bondad. Con esta petición glorificamos a nuestro Padre reconociendo hasta qué punto es Bueno.
"Nuestro pan". El Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella. Nos da todos los bienes que nos convienen, tanto materiales como espirituales.
Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición: llama a los cristianos que oran a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos.
Esta petición sirve además para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4).
Los hombres tienen un hambre espiritual que no se puede saciar con medios materiales. Se puede morir por falta de pan; pero también se puede morir porque sólo se ha recibido pan. En el fondo somos alimentados por aquel que tiene palabras de vida eterna (Jn 6,68) y es un alimento que no perece (Jn 6,27).
Esta petición llama a los cristianos a movilizar todos sus esfuerzos para anunciar el evangelio a los pobres.
"Hoy" es también una expresión de confianza. Si recibes el pan cada día, cada día para ti es hoy. Así que no os preocupéis del mañana (Mt 6, 25-34): Jesús nos invita a vivir confiados en la providencia del Padre celestial, a no andar preocupados por lo que vamos a comer sino a buscar el Reino y su justicia, pues todo lo demás se nos dará por añadidura.
Jesús cuando hace referencia al maná afirma que quien dio de comer el pan bajado del cielo fue el Padre, y añade: “Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed.” (Jn 6, 31-35). Jesús es el pan bajado del cielo que da vida al mundo.
Jesús siente lástima de la multitud porque no tienen nada para comer y pide a los discípulos que hagan algo, que compartan lo que tienen, «todo» lo que tienen. Cuando así lo hacen, Jesús multiplica los panes y los peces y hay comida para todos.
Esta debería ser la actitud del cristiano: darlo todo y darse a sí mismo, como Jesús, nuestro Maestro.
Si pedimos al Padre lo necesario, tenemos que estar dispuestos a compartir con los demás los bienes que recibimos de Dios.
Ningún cristiano puede formular esta petición sin pensar en su responsabilidad real por todos aquellos a quienes en el mundo les falta lo necesario para vivir.
Para reflexionar:
¿Qué pan debemos pedir al Padre? ¿A qué actitud nos lleva esta petición?

miércoles, 27 de agosto de 2014

ESTRUCTURA LITERARIA DEL PADRE NUESTRO

Los Evangelios tienen una peculiar forma de presentarnos la oración del Señor, el Padrenuestro.
Para comprender mejor su contenido podemos comparar la estructura literaria del Padre Nuestro con una «menorá» (el candelabro judío de siete brazos, en el que el primero está unido con el séptimo, el segundo con el sexto, el tercero con el quinto y el cuarto da cohesión a todo el conjunto). De la misma manera, las peticiones del Padre Nuestro tienen una clara correspondencia entre sí.
A Dios Padre le dirigimos estas 7 peticiones: Santifica tu Nombre (1). Establece tu Reinado (2). Realiza tu Voluntad (en la tierra como en el cielo) (3). Da a nosotros hoy el pan que necesitamos (4). Perdona a nosotros las ofensas (como nosotros perdonamos) (5). No dejes caer a nosotros en tentación (6). Libra a nosotros del mal (7).
Porque queremos que Dios manifieste su santidad (1), que establezca su reinado (2), y que realice su proyecto sobre nosotros (3); pedimos perdón por las veces que no hemos vivido conforme a dicha voluntad (5), suplicamos ayuda para no rechazar el reinado y las leyes de Dios, equivocando el camino (6) y pedimos ser librados del Enemigo, que es lo contrario de Dios (7).
En torno a la petición central (4) se forman dos bloques de tres peticiones, pero entre las peticiones del primer bloque y las del segundo se establecen relaciones opuestas.
Donde Dios está (petición 1, en la que el Nombre de Dios es Dios mismo), no hay sitio para el mal (petición 7 sobre el Maligno).
Nuestra actitud ante el Reino de Dios (petición 2) y ante la tentación (petición 6), es que somos tentados a rechazar el reinado de Dios sobre nuestras vidas y dejar que “otros” ocupen el lugar que sólo corresponde a Dios.
Por último, si pedimos a Dios que realice su voluntad (petición número 3), hemos de reconocer antes las deudas que tenemos con él (las veces que no hemos cumplido su voluntad, petición número 5).
Las tres primeras piden cosas buenas, están en singular y se refieren a Dios (santifica tu Nombre, establece tu Reino, realiza tu Voluntad), mientras que las tres últimas piden ser librados de cosas malas, están en plural y se refieren a nosotros (perdona a nosotros las ofensas, saca a nosotros de la tentación, libra a nosotros del mal).
La petición central (da a nosotros hoy el pan) es la clave de lectura que une las dos partes, haciendo de bisagra entre las dos secciones: está en plural (como las tres últimas), pero pide cosas buenas (como las tres primeras).
Para reflexionar:
Cuando rezamos el Padre Nuestro ¿nos damos cuenta de la unidad que hay y de que todas las peticiones están interrelacionadas? 

miércoles, 13 de agosto de 2014

PODER DE PERDONAR LOS PECADOS

Jn 20, 21-23: Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
El pecado, como ofensa a Dios y al prójimo, solo puede ser perdonado por Dios, pero en este texto, Jesús envía a sus discípulos y les otorga el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados.
Jesús delega a sus discípulos su propia misión, y estos deben adoptar su misma actitud de paz y reconciliación.
Nos dice a sus discípulos que a quienes dejemos libres de los pecados, quedarán libres de ellos. Todos los cristianos tenemos poder, en el Espíritu, para perdonar los pecados. Podemos ser gente de reconciliación: con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza…
Jesús quiere darnos vida, pero donde hay pecado no hay vida, por eso nos da el poder de perdonar los pecados, para devolver la vida a quien la ha perdido. La transmisión de vida que nos ofrece Jesús pasa por el perdón de los pecados.
Los destinatarios de estas palabras de Jesús es toda la comunidad, que con el don del Espíritu comienza una nueva vida, una nueva creación, que no será posible sin el perdón de Dios como base de reconciliación entre todos los hombres.
La reconciliación por Cristo la debemos realizar y hacer creíble todos los cristianos, toda la Iglesia, de cara a la sociedad.
Para ser perdonados debemos perdonar. En el Padre Nuestro, ante la súplica a Dios de que nos perdone, pone la condición de que perdonemos: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos”.
En esta oración le pedimos perdón porque reconocemos que no siempre hemos cumplido su voluntad, ni acogido su Reino, ni santificado su Nombre, pero al mismo tiempo, al acoger su misericordia, nos comprometemos a tener sus mismos sentimientos, a perdonar nosotros también.
Dios nos perdona si nosotros queremos, si se lo pedimos, si nos arrepentimos y si perdonamos al prójimo. Si no se dan estos requisitos Dios no puede perdonarnos. Anteponemos el perdón al prójimo como condición para recibir el perdón personal.
Nos dice Jesús que si perdonamos a los demás sus culpas nuestro Padre también nos perdonará, pero que si no perdonamos, tampoco seremos perdonados (Mt 6, 14-15).
Dios nos ama y nos quiere perdonar, pues el perdón es manifestación de su amor. Pero si voluntariamente nos cerramos a Dios, estamos rechazando su amor y su perdón, Dios así no nos puede perdonar.
En cambio, si nos abrimos a Dios recibimos de él su amor que nos lleva a amar y a perdonar a los demás, es así como Dios nos puede perdonar.
Jesús resucitado nos da el Espíritu Santo que es quien nos enseña a amar, a perdonar, a olvidar las injurias; a buscar y hacer el bien sin esperar recompensa; a confiar en Dios y a amarle sobre todas las cosas.
Quien recibe este Espíritu no sólo se santifica, sino que es capaz de santificar, de perdonar pecados, de trabajar por un mundo nuevo.
Para reflexionar:
¿Sentimos que con el Espíritu Santo recibimos el poder de perdonar pecados?  ¿Cuál es la clave para ser perdonados por Dios?

lunes, 11 de agosto de 2014

PERDÓN

Cuando ante un mal que me han hecho y que percibo como tal, actúo con libertad y reacciono renunciando a la venganza y al odio, y además, quiero lo mejor para el que me ha hecho daño, estoy perdonando.
Perdonar es un acto libre de la voluntad, en el que el que perdona se libera de enfados y rencores.
No se trata de negar el daño o la injusticia que me han hecho, pues entonces no habría nada que perdonar. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
El que perdona afronta el sufrimiento por el daño que se le ha ocasionado sin resentimiento ni rencor, le lleva a vivir en paz con los recuerdos y a querer a la persona que le ha ofendido.
El perdón comienza cuando la persona rechaza la venganza, no habla de los demás desde sus experiencias dolorosas y evita juzgar.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Por eso, para perdonar debemos tener la convicción de que en cada persona hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar.
Nos dispone a perdonar el amor, pues perdonar es amar intensamente. El perdón es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor.
El que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es más fácil perdonar cuando el otro pide perdón.
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia.
La humildad es condición imprescindible para el perdón. El orgulloso no perdona realmente. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, debemos reconocer nuestros propios fallos y pedir perdón.
Para que el perdón sea verdadero y beneficioso debe producirse antes de que asiente el resentimiento, pues de lo contrario el daño se enraíza y cuesta más perdonar.
Hay que perdonar sin reservas, todo y siempre, y además ayudar al ofensor  a que rectifique su proceder y pueda encauzar sus actitudes inadecuadas.
Si no hay perdón, se instaura un déficit en la libertad, el hombre queda atado, estancado, resentido, atascado, frustrado.
Con el perdón se produce un cambio liberador, se pasa de la esclavitud a la libertad, de la frustración a la liberación, de la amargura a la felicidad, del estancamiento a la progresión.
Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón si contamos sólo con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda de Dios. La gracia de Dios nos impulsa a actuar más allá de nuestras fuerzas.
Si el amor de Dios habita en nuestro corazón, nos permitirá perdonar y nos evitará sentirnos heridos ante la ofensa. Al perdonar, nuestro corazón se hace permeable al amor misericordioso de Dios y amamos con el amor de Cristo.
Vivir en clave de perdón supone asentar la existencia en Dios, apoyarnos en Él. Por eso Jesús ubica la raíz del perdón en el amor.
Para reflexionar:
¿Qué nos cuesta más perdonar o pedir perdón? ¿Somos conscientes que si no perdonamos estamos envenenando nuestra vida? ¿De dónde sacamos las fuerzas para perdonar?

miércoles, 30 de julio de 2014

PECADO

Pecado es una deslealtad al amor de Dios que nos impide ser capaces de descubrir su grandeza y la bondad que nos tiene.
El pecado nos lleva a la desobediencia y la desconfianza, a desobedecer la voluntad de Dios y desconfiar de que lo que él nos dice es verdad y bueno.
Pecado es rechazar la misericordia y la oferta de salvación de Dios. Este es el pecado que no se puede perdonar, que va contra el Espíritu Santo, pues con ese rechazo la persona misma ya se ha condenado, se autoexcluye de la participación del cielo.
El pecado es siempre una múltiple ruptura, ya que el ser humano es relacionado. Provoca una desarmonía consigo mismo: egocentrismo y egoísmo; con el mundo: nos hace esclavos de las cosas; con los demás: insolidaridad; y con Dios: impiedad, indiferencia.
El pecado de cada uno repercute en los demás, actúa contra toda la Iglesia y es un obstáculo para la conversión del mundo.
Existe un pecado venial que no rompe la amistad con Dios, pero debilita la caridad y nos predispone a llegar al pecado grave o mortal, que es el que nos priva de la vida de gracia y nos aparta de Dios, destruye la caridad, y nos hace preferir bienes inferiores a superiores.
Para que un pecado sea mortal se requiere que tenga como objeto una materia grave; que sea cometido con plena advertencia, es decir, conociendo lo que se hace; y que se realice con deliberado consentimiento, es decir, queriendo lo que se está haciendo. El pecado supone que se sabe lo que se va a hacer y se hace.
El desarrollo de la vida cristiana es que nos viva más Jesús y menos el pecado, ser guiados por el Espíritu Santo y no por el maligno o por lo que me apetece.
No solo hay que evitar el pecado, sino también la pérdida de sentido de pecado que nos lleva a no sentir dolor cuando ofendemos a Dios, nos confesarnos de las cosas que hemos hecho mal sin sentir dolor por ello, perdemos el sentido del bien y del mal y justificamos todo lo que hacemos.
El diablo tienta simulando el bien (pues lo malo lo rechazamos), es el engaño por el que el mal asume la máscara del bien, es la confusión entre el bien y el mal.
La seducción nos hace ver que algo no es malo a base de medias verdades y engaños.
El diablo seduce a los hombres para que se olviden de Dios y de sus preceptos. Procura que no estemos al servicio de Dios.
La tentación más frecuente es la acedía: pereza o desgana que nos lleva a orar poco, y hace que cuando vamos a orar se nos presentan como prioritarios otras obligaciones o trabajos.
La tentación nos enseña a conocernos y a ser humildes, a reconocer la propia debilidad. Le pedimos al Señor que no nos deje caer en la tentación.
Para reflexionar:
¿Hemos perdido el sentido de pecado? ¿Justificamos todas nuestras acciones y no vemos nada malo en ellas? ¿Tenemos la suficiente humildad para reconocernos pecadores?

domingo, 20 de julio de 2014

CARIDAD: DIMENSIÓN ESENCIAL DE LA IGLESIA

La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la palabra de Dios, celebración de los sacramentos y servicio de la caridad.
Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia la caridad no es una especie de actividad de asistencia social, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia.
Si bien esto es así, durante mucho tiempo ha existido en la Iglesia escaso aprecio de la acción diaconal, como si no fuese tan importante como la acción sacramental o catequética o la piedad popular.
Pero no hay caridad sin comunidad, pues es la comunidad la que se dispone a servir a los pobres con un estilo y una identidad propia, al seguir el mandato de Jesús de amarnos unos a otros como él nos ama.
Jesús ha unido el mandamiento de amar a Dios con el del amor al prójimo. Y, puesto que él nos ha amado primero, ahora el amor ya no es solo un mandamiento, sino la respuesta al don del amor. Por eso, el primer mandamiento debería ser dejarnos amar por Dios por encima de todas las cosas, para así poder amar a Dios y al prójimo sobre todas las cosas.
Jn 13,34: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”.
Jesús, amando a los suyos “hasta el fin”, manifiesta el amor del Padre que ha recibido, nosotros, al amarnos unos a otros imitamos el amor de Jesús.
Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo, y es nuevo porque no es nuestro criterio normal de actuación, ni el de nuestro mundo. Seguir el mandamiento de Jesús siempre comporta cambiar, convertirse, romper las maneras de vivir que llevamos metidas en nuestro interior.
"Que os améis unos a otros". Amar quiere decir querer la felicidad del otro, y ser capaz de renunciar a cosas y posiciones propias para que el otro pueda ser feliz.
Y cuando decimos "el otro", no pensamos sólo en los que tenemos más cerca, o en los que nos caen bien, sino en todos, y nos lleva a luchar contra las injusticias, las malas condiciones de trabajo de mucha gente, las desigualdades, nuestro propio bienestar, etc. Cuando Jesús nos llama a amar, nos llama a esto.
Y al final de todo, el mandamiento de Jesús acaba con unas palabras definitivas: "Como yo os he amado". Y él nos ha amado así: dándolo todo, dando la vida.
Jesús nos ha dejado un mandamiento nuevo. Pero nos ha dejado, a la vez, el sacramento de su presencia por siempre entre nosotros, que es la fuerza que nos ayuda a amar.
Para reflexionar:
¿Es la experiencia del amor de Dios la que me mueve a amar como él ama?
¿Cómo puedo ser capaz de amar como Jesús ama? ¿Hasta dónde puedo entregar mi vida?

lunes, 14 de julio de 2014

POBRES DE ESPÍRITU

Mt 5, 3: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”.
Lc 6,20: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”
Lucas dice “pobres” y Mateo utiliza la expresión “pobres en el espíritu” o “pobres de espíritu” que es un tanto enigmática.
Jesús tiene un corazón grande para amar, ama a todos, pero por exigencia del propio amor, ama más intensamente a aquél que más lo necesita, se pone de parte de los desfavorecidos del mundo.
Jesús actúa así, porque Dios es así. Dios se nos revela como el Dios de los pobres, de los desheredados, de los abandonados.
Debemos ser sencillos, humildes y obedientes delante de Dios, porque Dios salva y libera a pobres, viudas, huérfanos, pequeños…
Los pobres, en su humildad, están cerca del corazón de Dios, al contrario de los ricos que sólo confían en sí mismos.
Pobres de espíritu son los que no tienen nada, nadie se preocupa de ellos, y por eso dirigen la mirada a Dios y no confían en nada más que en la fuerza salvadora de Dios.
Pobres de espíritu son los que se abren al mensaje de Jesús, gente humilde, sencilla, abierta a la llamada del Señor.
Pobres de espíritu son los que no alardean de sus méritos ante Dios, los que se saben limitados y aceptan con sencillez lo que Dios les da y viven en conformidad con Dios.
Pobres de espíritu son los que se hacen niños.
Pobres de espíritu son los que se han hecho pobres porque no se apegan a ninguna riqueza ni se dejan esclavizar por las cosas.
Pobres de espíritu son los que comparten lo que son y lo que tienen, no guardan sus tesoros ni se encierran en sí mismos. Son despegados ante las cosas materiales, son generosos y viven en libertad.
Pobres de espíritu son los que aman, pues todo el que ama se hace pobre.
La promesa que se les da a los pobres de espíritu es que de ellos es el reino de los cielos, pues esta pobreza lleva a un tipo de vida austero, humilde, solidario, confiado, servicial…  que hacen presente los valores del reino de Dios.
Jesús, reino de Dios, es de los pobres de espíritu, está con ellos.
Para reflexionar:
¿Cómo es mi vida, en quien confío? Si Dios tiene predilección por los pobres ¿estoy yo entre sus preferidos?

jueves, 10 de julio de 2014

TEORÍA DE LA DECISIÓN FINAL (JUICIO FINAL)



El hombre posee una unidad personal de alma y cuerpo, pero el alma (espiritual e inmortal) subsiste después de la muerte sin el complemento del cuerpo, tiene la posibilidad de amar y conocer, y goza de la contemplación de Dios a la espera del cuerpo que resucitará tras la victoria final de Cristo sobre la muerte en la Parusía.
Por tanto, en el momento de la muerte, hay una parte del hombre que sobrevive, es el alma, que abandona el cuerpo y se presenta ante Dios para ser juzgada y decidir su futuro.
De forma que, las almas de los justos que no tienen nada que purgar, inmediatamente después de la muerte ya participan de la vida de Dios, y las almas de los que mueren en pecado mortal van al infierno.
Pero en el momento de la muerte, el alma, que sigue teniendo voluntad y libertad, ¿puede arrepentirse y ser perdonada antes de que ocurra el primer juicio particular?
Los Santos Padres decían que cuando el alma sale de este mundo tras la muerte, ya no puede arrepentirse.
Santo Tomás dice que los ángeles son libres, pero que cuando toman una decisión es para siempre, no la pueden cambiar; y añade que nosotros al morir adquirimos esa psicología angélica, por lo que en el momento de la muerte, el alma, que aún está dentro del cuerpo ya no puede cambiar de decisión. Una vez separada del cuerpo el alma se dirige a Dios con la decisión final ya tomada.
Por tanto, la última decisión del alma, aún en el cuerpo, en el instante de la muerte es invariable y es la que presentaremos ante Dios en el juicio final.
Pero el Cardenal Cayetano (teólogo dominico del S. XVI) refuta esta teoría de Santo Tomás, y dice que en el último segundo de la vida, el alma sale del cuerpo y aún no está en la eternidad, y en ese momento el alma puede tomar la última decisión como ángel, sin posibilidad de cambiar. Esta es la hipótesis de la decisión final.
Por tanto, según Cayetano, ante la visión de Dios previa al juicio particular, el alma libre y con voluntad, puede tomar su última decisión.
¿Qué alma ante la visión de Dios podrá negarle aunque en la tierra lo haya hecho?
La Iglesia que tiene el poder de perdonar los pecados, tras la muerte ya no puede perdonar, escapa de sus posibilidades, por lo que esta teoría no es doctrina oficial de la Iglesia, queda en una hipótesis.
Ante esta reflexión, a nosotros nos queda confiar en que el Señor nos dará a todos la oportunidad para poder decirle sí o no. Dios no deja a nadie sin oportunidades suficientes para optar por él.
Y si tenemos el deseo de estar con Dios, lo normal es que nuestra vida haya estado orientada hacia él, y no renegaremos de Dios al final, sino que más bien puede ocurrir lo contrario.

Para reflexionar:
¿Cuál es la opción preferente por la que hemos optado en esta vida? 
El que ha negado a Dios y al prójimo en esta vida, al presentarse ante Dios  tras la muerte ¿tendrá la oportunidad de cambiar de opción?

martes, 8 de julio de 2014

CARÁCTER ECLESIAL DE LA FE

Confesamos en el credo: “creo la Iglesia”. Al decir esto confesamos que ella es obra de Dios, pues hay que distinguir lo que es Dios y lo que es obra de Dios. Por eso podemos decir creo por la Iglesia, creo desde la Iglesia. Se cree a Dios en la Iglesia.
La fe es un acto personal, es la respuesta libre del hombre a Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado, sino que se realiza en comunión con toda la Iglesia.
Nadie puede creer solo. Sin el apoyo de la comunidad, la fe no puede sostenerse. La fe de la Iglesia sostiene y soporta la fe personal.
La fe del cristiano es una participación de la fe común de la Iglesia. Si se aparta de la Iglesia, no puede seguir creyendo en el Dios revelado en Cristo.
Nadie se ha dado la fe a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro. Nadie alcanza la fe como fruto de reflexiones, la fe se engendra por el anuncio. Ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio.
Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente, con su fe genera un testimonio, que es invitación a que otros hagan la misma experiencia y vean cómo la fe va transformando la propia vida. La fe se transmite con palabras y obras.
Creer es adherirse al testimonio de otros y a la experiencia que la comunidad tiene de Dios.  Quien dice yo creo, dice yo me adhiero a lo que nosotros creemos.
El don de la fe se recibe por medio de la Iglesia, que es quien conserva íntegro el contenido de la fe. Cada uno recibe la fe de la comunidad, la testifica junto a los otros y ayuda a transmitirla.
Por mediación de la Iglesia y dentro de la Iglesia, el cristiano puede decir “creo en Dios”.
Hay una íntima vinculación entre fe y bautismo. La Iglesia realiza el bautismo y, con él, otorga el don de la fe. Además, la Iglesia educa y alimenta la fe por medio de los sacramentos.
La Iglesia no cesa de confesar su única fe, ya que existe una unidad de la fe tanto en el espacio como en el tiempo. Mi fe es la misma que la de otros.
La fe cristiana es, en su esencia, a la vez personal y eclesial. No podemos caer en la tentación de vivir la fe en solitario, despreciando la mediación eclesial.
Para reflexionar:
¿Necesito a la Iglesia para vivir mi fe? ¿Dónde y cómo doy testimonio de mi fe?