sábado, 25 de octubre de 2014

ÁNGELES

El Salmo 91 (90) nos muestra la bondad de Dios al enviar a sus ángeles custodios. Es un Salmo que nos da seguridad bajo la protección divina: “No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos”.
San Bernardo reflexionando sobre este Salmo en uno de sus sermones nos comenta que la preocupación de Dios por el hombre se manifiesta enviando a su Hijo y a su Espíritu y le promete la gloria.
Pero también Dios hace que todo lo que hay en el cielo participe en nuestro cuidado, por eso envía a sus ángeles para nuestro bien, no para que nos muestren el gran poder de Dios ni para que actúen contra el impío, sino que los destina a nuestra guarda.
¿Quiénes somos nosotros para que Dios nos aprecie tanto?: La respuesta la tenemos en el evangelio cuando disponiéndose los criados a arrancar la cizaña sembrada después del trigo, el providente Padre de familia les dice: Dejad que ambos crezcan hasta la siega..., no sea que, al querer arrancar la cizaña, arranquéis con ella el trigo (Mt. 13, 29-30).
Dios quiere que los ángeles te guarden a ti, que eres trigo entre cizaña. Este es el objeto del mandato que Dios ha impuesto a sus ángeles para mientras vivamos en la tierra: conservar el buen grano hasta el tiempo de la recolección (del juicio final).
Dios mandó a sus ángeles para que nos guarden en nuestros caminos. Por eso debemos caminar teniendo presente a los ángeles, en cualquier parte, en cualquier lugar, aun el más oculto.
A Dios es a quien se le debe todo honor y gloria, pero no debemos ser ingratos con aquellos que le obedecen con tanto amor y nos amparan en tanta indigencia.
Seamos agradecidos a los ángeles y honrémosles, pero sabiendo que todo nuestro amor debe ir dirigido a Dios, de cuya mano (tanto para los ángeles como para nosotros) recibimos el poderle amar y merecer ser amados.
Amemos a los ángeles como a quienes han de ser un día coherederos nuestros, siendo por ahora nuestros defensores y tutores puestos por el Padre sobre nosotros.
¿Qué temeremos teniendo tales custodios?: ellos no pueden ser vencidos ni engañados, y mucho menos nos pueden engañar ellos que nos guardan en todos nuestros caminos.
Para reflexionar:
¿Tenemos en cuenta en nuestra vida a los ángeles? ¿Pedimos a Dios que sus ángeles nos guarden, acompañen e intercedan por nosotros?

lunes, 20 de octubre de 2014

LA IGLESIA: SAL Y LUZ DEL MUNDO

La Iglesia la formamos todos aquellos que hemos sido convocados por Dios a formar parte de su pueblo.
A ese pueblo se pertenece por la fe y el bautismo. La gracia que recibimos en el bautismo es la que nos incorpora a esta familia, y como es la misma para todos, dentro de la Iglesia todos somos iguales.
Por eso todos tenemos que participar y ser corresponsables de la vida y misión de la Iglesia.
Al ser todos los miembros de la Iglesia uno en Cristo, todos tenemos la misma dignidad, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección, la misma salvación… Todos estamos llamados a la santidad, pero los caminos para llegar a ella son distintos.
En la Iglesia nos necesitamos los unos a los otros. Los pastores están al servicio de los fieles y estos colaboran con los pastores. Cada miembro está al servicio de los otros.
La Iglesia es un instrumento de la redención universal, tiene una ley nueva que es amar como Cristo amó, y es enviada a todos para ser luz del mundo y sal de la tierra.
El cristiano está llamado a ser sal de la tierra, a dar sabor a la vida para que todos puedan gozar y disfrutar de ella. Esto es ser testigos del evangelio.
El evangelio es como sal que debe ser arrojada discretamente en el plato de la vida como energía que empuja la vida hacia delante y la orienta hacia el verdadero objetivo a conseguir.
Los discípulos con sus obras y su testimonio del evangelio han de dar sabor y valor a la humanidad.
“Si la sal se vuelve sosa...”: es cuando los discípulos pierden la capacidad de manifestar con sus obras y su testimonio el Evangelio “…no sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.
Es necesario que las obras de la comunidad de los discípulos sean visibles por los demás hombres.
La comunidad cristiana que ha recibido la luz, la tiene que manifestar al mundo, para que los demás lleguen a la conclusión de que existe Dios y que Dios es Padre.
Cada discípulo es luz en la medida en que su vida hace visible la fuerza transformadora del evangelio y demuestra que el amor nuevo es posible.
Quien dice "sí" con su vida a las enseñanzas de las bienaventuranzas es sal y luz. De forma que ese cristiano, portador del don de Dios, no puede limitarse a gozarlo y vivirlo sólo él. Debe alumbrar y dar sabor al mundo para que los demás, viéndolo, den gloria al Padre.
Para reflexionar:
¿Quién es más importante en la Iglesia? ¿Pensamos que por el hecho de ser cristianos ya somos sal y luz para el mundo?