lunes, 21 de diciembre de 2015

¿ESFUERZO O GRACIA?

Estar salvados es participar de la vida de Dios, hemos sido creados para que tengamos parte en su vida feliz. Dios quiere la salvación de todos los hombres.
La gracia de Dios es la que nos salva: “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo (estáis salvados por pura gracia)” (Ef 2, 4-5). “En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir” (Ef 2, 8-9).
Entonces ¿es o no necesario el esfuerzo humano para la salvación? Ante este planteamiento podemos caer en dos extremos: uno es que la salvación depende solo del esfuerzo de cada hombre; y el otro es que todo es gracia, basta la fe y no se necesita nada más para salvarse.
La doctrina católica considera que la gracia de Dios que recibe el hombre gratuitamente, actúa en él y lo transforma, lo une a Cristo y lo convierte en hijo de Dios, para que junto con Cristo pueda vivir y actuar según su voluntad.
La gracia es el Amor de Dios que ha sido derramado en nosotros abundantemente a través del Espíritu Santo y que nos permite unirnos a Cristo y ser hijos de Dios. Por tanto, la gracia es Dios mismo que se nos entrega.
Esta gracia se nos da con el bautismo, la podemos perder con el pecado y la podemos volver a recibir con los sacramentos.
Debemos cooperar con la gracia, en primer lugar no rechazándola, y en segundo lugar viviendo coherentemente con lo que somos: como hijos de Dios y hermanos unos de otros, y esto se manifiesta con obras de amor.
Lo primero que necesitamos para salvarnos es la gracia, que cambia nuestro modo de ser, nos diviniza, nos libera del pecado y nos hace semejantes a Cristo. A partir de entonces, unidos a Cristo, nuestra vida queda transformada de tal forma que podemos amar con él y desde él.
Para poder vivir esa “vida de gracia”, tenemos dos dificultades, una es el tentador, que procura por todos los medios apartarnos de Dios, y la otra es nuestra propia debilidad y limitación, que nos impulsa a vivir desde el exterior (por lo que gusta a los sentidos) y no desde el interior (en donde reside el Amor de Dios).
Pero es precisamente en nuestra debilidad, donde encontramos nuestra fortaleza. Solo el que se siente débil, pecador y reconoce su limitación, es capaz de confiar en Dios y abrirse a su gracia, que es la que nos cambia la vida y nos permite amar desde el Amor de Dios y con el Amor de Dios.
Nuestro esfuerzo personal no es lo que nos permite vivir unidos a Dios y salvarnos, sino que si nos dejamos amar por Dios y aceptamos su gracia que nos une a él, viviremos con él: ¡ya estamos salvados!
En conclusión: no hacemos buenas obras para salvarnos, sino que al estar salvados (al participar ya de la vida de Dios por la gracia recibida) hacemos buenas obras.
Por eso podemos decir como S. Pablo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Cor 15,10). De ahí que nuestra tarea sea dejarnos llevar por el Espíritu Santo que es quien nos permite vivir y actuar con Cristo, y así amar como él nos ama.
Para reflexionar:
¿Cuál es mi esfuerzo para presentarme ante Dios santo e irreprochable?

jueves, 8 de octubre de 2015

EL PERDÓN Y EL AMOR

Para ser perdonados tenemos que amar. El perdón provoca amor y el amor perdona. Así se nos indica en Lc 7, 36-50, cuando Jesús acepta la invitación a comer en casa de un fariseo. De pronto aparece una prostituta de la ciudad, que al enterarse de que Jesús estaba allí, se dirige hacia él. Lucas describe con detalle sus gestos: no dice nada, solo llora, y sus lágrimas riegan los pies de Jesús, y con su cabellera se los seca. Luego besa los pies y los unge con perfume.
Ante esta situación, el fariseo mira con desprecio a esa mujer: por lo que es y por lo que hace. La mirada de Jesús es diferente: ve amor agradecido en una mujer que se sabe pecadora. Quiere sentirse querida y perdonada por Dios.
Jesús que hasta ahora ha estado en silencio, reclama la atención de Simón, quiere que descubra una nueva forma de ver las cosas. Para ello le cuenta una pequeña parábola: hay un prestamista y dos deudores. De forma sorprendente el acreedor perdona la deuda de los dos. Uno le debe 500 denarios (cantidad casi imposible de pagar) y el otro 50 (suma que es posible conseguir).
Jesús termina la narración preguntando “¿cuál de ellos le mostrará más amor?” Simón responde con lógica: “supongo que aquel a quien le perdono más”.
Todo queda iluminado por la parábola: si la mujer da tales muestras de amor es porque siente que se le han perdonado sus muchos pecados.
La mujer se sabe pecadora y que el perdón que recibe de Dios es inmerecido, pero se siente querida por Dios, no por sus méritos, sino por la bondad de ese Dios del que habla Jesús. Por eso tiene amor y agradecimiento. Quedan perdonados sus muchos pecados porque muestra un gran amor.
En cambio, “al que poco se le perdona, ama poco”. Es lo que le sucede a Simón, que como cumple la ley, apenas tiene necesidad del perdón de Dios. Sus pecados son tan pocos que no se siente pecador ni necesitado de perdón; por eso el mensaje de Jesús sobre el perdón de Dios le deja indiferente. No se siente agradecido. A quien poco se le perdona es porque poco amor muestra.
El relato finaliza cuando Jesús se dirige a la mujer para confirmarle el perdón de Dios “han quedado perdonados tus pecados”, porque ha mostrado mucho amor. Aquella mujer despreciada ya disfruta del perdón de Dios. Ha cometido muchos pecados, pero de entre los allí presentes nadie tiene más amor a Dios que ella.
Jesús se dirige a la mujer para que sepa que ha sido su fe en el amor de Dios lo que le ha proporcionado el perdón gratuito y salvador: “tu fe te ha salvado, vete en paz”. Le invita a iniciar una nueva vida reconciliada con Dios y en paz.
Este relato nos invita, por un lado, a mirar a los demás como lo hace Jesús: sin juzgar ni condenar a nadie; y además, a reconocer que es Jesús quien nos ofrece el perdón de Dios. Todos recibimos el perdón inmerecido de Dios y se lo debemos agradecer.
Si le debemos mucho a Dios (sabemos que somos pecadores y necesitamos su perdón), mucho será nuestro amor y agradecimiento hacia él cuando nos sintamos perdonados de esa deuda.
¿Quien mostrará más amor a Dios?: aquel a quien se le perdonó más. En cambio, a quien poco se le perdona (porque no se siente pecador), ama poco. Su amor y agradecimiento a Dios será escaso.
El amor provoca el perdón. Tú le perdonas los pecados porque ama.
El perdón provoca el amor. El amor es la causa y la consecuencia del perdón.
Si quieres que se te perdone mucho: ama mucho. Si amo, se me perdona.
Le quedan perdonados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho amor.
Para reflexionar:
¿Soy consciente del perdón inmerecido de Dios? ¿Me deja indiferente o me provoca agradecimiento y amor?

¿Me siento con derecho a juzgar a los demás? ¿A qué personas he de aprender a mirar de forma más compasiva y acogedora?

miércoles, 19 de agosto de 2015

ORIGEN DEL MAL. LA TENTACIÓN

En el mundo observamos que existe el mal y el sufrimiento ¿Por qué? Si Dios lo ha creado todo bueno ¿de donde surge el mal? No hay respuestas contundentes y definitivas frente al mal.
Dios quiere para nosotros un bien que es la libertad, aunque eso pueda ser causa de males.
Hacemos el mal porque somos tentados a hacer, tener o decir algo que no deberíamos. Es el deseo por cosas incorrectas que Dios no quiere porque dañan nuestro espíritu, nuestra mente y nuestro cuerpo.
Inicialmente, la tentación no era un deseo interno normal que formara parte de la naturaleza humana. La primera pareja fue tentada desde fuera, en contraposición a nosotros, que somos tentados desde dentro.
¿De dónde viene esa tentación, ese deseo por esas cosas dañinas?: La tentación no viene de Dios, se origina en la mente del hombre que le provoca esos deseos. Sant 1,13-14: “Cuando alguien se vea tentado, que no diga: «Es Dios quien me tienta»; pues Dios no es tentado por el mal y él no tienta a nadie. A cada uno lo tienta su propio deseo cuando lo arrastra y lo seduce; después el deseo concibe y da a luz al pecado, y entonces el pecado, cuando madura, engendra muerte”.
Dios nos da solo lo bueno y perfecto, por tanto, la tentación es contraria a la naturaleza de Dios. Sant 1,17: “Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las luces”.
El que la tentación se origine desde el interior del hombre también lo corrobora Jesús. Mc 7, 20-22: “Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”.
Sobre la tentación San Pablo nos aclara algunas cosas. Por un lado Pablo nos dice que en él no mora el bien, pues quiere hacer el bien y no pude hacerlo. Hay una ley en nosotros que se rebela contra la mente de Cristo que también tenemos. Rom 7, 18: “Pues sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no”.
Además nos habla de que hay dos personalidades o inclinaciones en el ser humano y ambas provienen de su mente. Es ahí donde se pelea la batalla de decidir qué hacer, hacia donde inclinar la balanza cuando nos vienen esas tentaciones. Gál 5, 17: “Pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne; efectivamente, hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais”.
En nuestro interior hay dos voces; la voz de Dios y la voz de la carne (el mal) que nos dicen que hagamos o dejemos de hacer ciertas cosas.
No es una batalla fácil porque la tentación se nos presenta a veces en forma muy sutil y a veces ni nos damos cuenta de que estamos siendo tentados.
La respuesta de Jesús al ser tentado se basa en la Palabra escrita. Una persona que tiene presente la Palabra y medita en ella, tiene una garantía casi segura de que vencerá en toda tentación.
La tentación misma es prueba de que poseemos el armamento necesario para sobrellevarla. 1Cor 10, 13: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla”.
Todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios. Para pecar no tenemos que ir en busca del pecado, porque está en nuestra naturaleza; lo traemos desde el momento en que nacimos. Pero hay una buena noticia; Cristo Jesús pagó el precio de nuestros pecados y podemos ser libres de esa condenación si le aceptamos como nuestro Salvador. Rom 3:23 “ya que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús”.
Para reflexionar:
¿Qué podemos hacer cuando vemos sufrimiento y dolor a nuestro alrededor? ¿En qué o en quién confiamos para superar la tentación y evitar hacer el mal? 

sábado, 1 de agosto de 2015

ACCESO DIRECTO A DIOS

Si leemos Mt 25, 31-46, vemos como Jesús abre una vía de acceso directo al Padre: la ayuda al hermano necesitado.
Nos dice este texto que un día llegará Cristo como rey, acompañado por un cortejo de ángeles, se sentará en el trono de su gloria y ante él se reunirán todos los pueblos. Es la hora de la verdad, en el que la humanidad escuchará el veredicto final.
El juez universal es un pastor, que ahora es tratado como rey. Cristo Rey, en el juicio final forma dos grupos, y los dirige al lugar que cada grupo ha escogido con su vida: los que han vivido movidos por la compasión y han ayudado al necesitado terminarán en el Reino amoroso de Dios; los que han excluido de su vida a los necesitados y han vivido indiferentes ante su sufrimiento sin ayudarles, se autoexcluyen del Reino de Dios.
El rey habla a los dos grupos de seis necesidades básicas que todos conocemos, pues en todas partes y en todo tiempo hay hambrientos y sedientos, inmigrantes y desnudos, enfermos y encarcelados.
Aquí no se habla de amor, justicia, solidaridad… sino de comer, beber, vestir, acoger, visitar… lo decisivo es la compasión que se traduce en ayuda práctica.
El relato, más que describir lo que es el juicio final, destaca el doble diálogo del rey con los dos grupos con que ha separado a la muchedumbre, en el que se nos hace ver que hay dos maneras de reaccionar ante los que sufren: nos compadecemos y les ayudamos (somos misericordiosos) o nos desentendemos y los abandonamos.
Al primer grupo se les dice: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…”. El grupo muestra su asombro pues nunca han visto al rey en las gentes hambrientas y sedientas, en las extranjeras, desnudas, enfermas o encarceladas. Pero el rey se reafirma en lo dicho: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Lo mismo sucede con el segundo grupo. El rey les dice: “tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber”. También este grupo muestra su extrañeza, no podían creer que habían desatendido a su rey, pero él se reafirma en lo dicho, ya que está presente en el sufrimiento de estos hermanos pequeños: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”.
En este relato vemos como la compasión, que se concreta en la ayuda práctica a los necesitados, es lo decisivo para entrar en el Reino de Dios. El criterio definitivo que decidirá la suerte final de todos es la ayuda practicada a los necesitados.
Los que son declarados benditos del Padre son los que han actuado por compasión y han ayudado al necesitado. El camino que conduce a Dios pasa por ser misericordiosos. Lo decisivo en la vida no es lo que confesamos, sino el amor al pobre que sufre y que nos lleva a ayudarle en su necesidad.
No hay que esperar al juicio final, según ahora nos estemos acercando o alejando de los que sufren, nos estamos acercando o alejando de Cristo. Ahora estamos decidiendo nuestra vida para que sea juzgada después.
Para reflexionar:
¿La religión nos conduce al amor? ¿Seguimos a Cristo siendo compasivos como lo es el Padre?

miércoles, 3 de junio de 2015

LA HIGUERA INFECUNDA

Mc 11, 12-26: Cuenta san Marcos en este pasaje que una mañana Jesús salió con sus discípulos de Betania a Jerusalén, y a poco de andar sintió hambre; viendo a lo lejos una higuera se acercó, pensando encontrar frutos; pero el árbol estaba vacío; “es que no era tiempo de higos”, dice Marcos. Entonces Jesús la maldijo diciendo: “¡Que nunca nadie coma frutos de ti!” Y siguió viaje con sus discípulos hacia el Templo de Jerusalén. Al día siguiente, cuando volvió a pasar por el lugar, sus discípulos vieron con asombro cómo la higuera se había secado hasta sus raíces.
¿Cómo es posible que Jesús, un maestro lleno de bondad y misericordia, pudiera haber destruido una higuera porque no le dio frutos? ¿Cómo pudo Jesús tener hambre esa mañana si venía de pasar la noche en Betania donde habría desayunado? ¿Por qué sólo él sintió hambre y no sus discípulos? ¿Cómo pretendía que la planta tuviera higos fuera de temporada?
Para entender el texto debemos empezar por considerar que la higuera en la Biblia es un símbolo del pueblo de Israel. Así, la maldición de la higuera hay que considerarla como una reprobación al pueblo de Israel, más concretamente, al Templo y a los dirigentes religiosos.
Por eso Marcos divide este relato de la higuera en dos partes, e inserta en medio la visita de Jesús al Templo, donde reprocha a sacerdotes y escribas que hayan convertido el Templo “en una cueva de ladrones”.
La secuencia ha quedado formada por tres secciones:
a) Jesús no encuentra higos y maldice la higuera (v.12-14);
b) Sigue su camino hacia el Templo, y expulsa a los vendedores (v.15-19);
c) Vuelve a pasar al día siguiente junto a la higuera y ve que se ha secado (v.20-26).
Así se puede comprender el mensaje: la higuera maldita, estéril, sin frutos, representa la institución religiosa, con sus sacerdotes y ministros, cuya función ha llegado a su fin y está a punto de desaparecer.
También se comprende que el hambre de Jesús aquella mañana simboliza sus ansias por hallar frutos en una institución que se había vuelto vacía e inútil. Que no fuera tiempo de higos es una ironía hacia un organismo que se creía con derecho a tener temporadas infecundas. Y que se hubiera secado “de raíz” representa la ineficacia de esa antigua institución judía.
Cuando visita Jesús el Templo lo ve frondoso, como una higuera con muchas hojas, y entonces Jesús sintió hambre del Templo, quiso comer sus frutos. Pero la institución religiosa no los tenía. Prometía y no daba. Por eso quiere poner fin a un culto estéril y abrir otro fecundo capaz de saciar el hambre.
Jesús quiere enseñar también hoy a sus discípulos que Dios viene con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, no de prácticas exteriores sin vida, de hojarasca sin valor. No quiere apariencia de fecundidad, sino frutos. También nos enseña que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos; no podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos.
Revisemos también nuestras instituciones eclesiales, y si encontramos alguna que resulte estéril, seca, decadente, hay que tener la valentía de suprimirla.
Para reflexionar:
Nuestra vida ¿qué frutos da? ¿Nos limitamos a cumplir normas o hacemos lo que Jesús espera de nosotros?

domingo, 26 de abril de 2015

EL FARISEO Y EL PUBLICANO



En Lc 18, 9-14 aparece una parábola de Jesús dirigida a los que confían en sí mismos por considerarse justos y que desprecian a los demás.
En ella aparecen 2 personajes, un fariseo, que hoy podríamos considerar como una persona de Iglesia, que cumple con los mandamientos, que tiene cierta formación teológica y va a misa con frecuencia… Podríamos decir que representa al hombre religioso ideal.
Y el otro personaje es un publicano, que hoy podríamos considerar a cualquiera que ha sido marginado por la sociedad porque no encaja en ella, por no ser trabajador y tener que robar, por ser drogadicto… Podríamos considerar a este como un hombre no religioso que no cumple y que peca.
Los dos se encuentran en el templo, en una iglesia. El primero porque suele ir con frecuencia, y ora. Su oración es correcta: agradece a Dios el vivir de forma recta y no ser ladrón, adúltero o injusto, como lo son tantos otros, ni tampoco como ese publicano, que está allí cerca de él. Dice además que cumple los preceptos, que ayuna y da limosna.
No parece una oración de autocomplacencia ni orgullosa. Busca la rectitud moral de una persona que se considera piadosa.
El publicano, el marginado, va a orar porque ha tocado fondo, se siente pecador, reconoce que su vida es un desastre y que le va a ser difícil salvarse. Ora por desesperación, pero con una mínima esperanza en la acogida misericordiosa de Dios: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
La conclusión final es que el publicano bajó a su casa a bien con Dios, justificado, y el fariseo no. ¿Por qué?
Probablemente al fariseo no es el orgullo lo que no le justifica, sino su comparación con el publicano, al que cree conocer, es más, cree conocer el criterio de Dios por el que juzga a los hombres.
Por eso no es justificado, porque no reconoce a Dios como aquel que acoge al hombre sin condiciones, sino que imagina saber cómo juzga Dios: cree que premia las buenas obras y castiga a los pecadores. Se queda en la apariencia.
Si actuamos como el fariseo estamos pretendiendo que Dios actúe con nuestros criterios, que Dios debe ser lo misericordioso que nosotros aceptemos. Así seremos incapaces de acoger la grandeza de Dios.
Nos alejamos de Dios cuando despreciamos a los demás o confiamos solo en nuestras fuerzas, cuando nos sentimos superiores a otros por cumplir las normas mejor que nadie.
Jesús no toma distancia con los pecadores, se acerca a ellos y así es como les manifiesta la cercanía de Dios que posibilita el cambio de vida.
El publicano queda justificado porque no presume de conocer a Dios, sino que espera en él y confía en que la bondad incondicional y gratuita de Dios podrá restablecer su condición y hacerle capaz de presentarse ante él.
Ante Dios todo hombre resulta pecador, y la única posibilidad de hacer que fructifique el encuentro con él se deriva del hecho de que Dios no pone condiciones previas. La única exigencia que se le presenta al hombre es que reconozca que es precisamente ésta la dinámica del encuentro.
Esta parábola nos enseña que no podemos compararnos con los demás y creernos superiores, y menos despreciarlos “yo no soy como ese”.
No podemos creer saber los criterios por los que Dios juzga, y menos pretender que actúe con nuestros criterios y sea lo misericordioso que nosotros aceptemos. No podemos presumir de conocer a Dios, debemos encontrarnos con él y confiar en su misericordia.
No podemos comerciar con Dios en nuestra oración para que retribuya nuestros méritos.
No podemos confiar solo en nuestras fuerzas para cumplir las normas mejor que nadie, ni presentar a Dios nuestras “buenas obras” para que nos admire, ni hablar solo nosotros: pues así no escuchamos a Dios ni dejamos que él hable.
Para conocer la verdad de nuestra vida, nuestra limitación y pecado, solo es posible a través del perdón incondicional de Dios (como el publicano).
Para reflexionar:
¿Soy amigo de comparaciones? ¿Creo que en general hago mejor las cosas que los demás? ¿Sé como es Dios?

sábado, 18 de abril de 2015

EL BUEN LADRÓN



Lc 23, 39-43: Lucas nos describe la actitud de los dos malhechores condenados que flanquean desde sus cruces a Jesús. Los dos vivencian su situación de diferente manera: con despecho y amargura uno, con reconocimiento y esperanza el otro.
La actitud del primero de los malhechores es insultante. El segundo reconoce la justicia de su castigo y la injusticia del de Jesús, se dirige a éste solicitando un recuerdo cuando llegue a su reino.
El buen ladrón después de confesar su culpa y aceptar el castigo, proclama la realeza de Jesús, y desde esa fe, recibe el anuncio de su salvación.
Nosotros, como el buen ladrón, desde nuestra cruz, también podemos hablar con Jesús, también somos invitados a entregarle nuestras miserias y a traspasar el peso de nuestra cruz a la suya. Podemos, a pesar de nuestras traiciones y pecados, volvernos al Señor y pedirle confiadamente que se acuerde de nosotros.
Para poder reconocer a Jesús como rey debemos pasar por un proceso en el que confesamos nuestra culpa y aceptamos el castigo. Así recibiremos el anuncio de salvación.
Para descubrir a Jesús hay que ser un marginado, un desechado por la sociedad que nos muestra valores distintos a los del Reino, lo descubre el que está en la cruz, con su cruz.
La cruz la podemos llevar con amargura o con esperanza,  por eso no todos los que están en la cruz son capaces de ver a Jesús como rey. Hace falta el paso previo de reconocer la culpa, la debilidad y la limitación de uno.
Si desde nuestra cruz, desde nuestra condición de pecadores, dejamos de mirarnos a nosotros mismos y volvemos los ojos a Jesús para pedirle confiadamente que se acuerde de nosotros, nos acoge y nos responde: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Desde el sufrimiento, desde nuestra cruz, desde la marginación, desde la fe, somos capaces de contemplar a Jesús y cambiar. Dejar toda nuestra culpa en la cruz de Jesús, estar a su lado y ser capaces de decirle que se acuerde de nosotros. No hay otro camino para llegar a Él.
La realeza de Jesús es la de la cruz, que solo son capaces de reconocer los marginados, los malhechores y pecadores que reconocen su culpa. Son los capaces de pedir humildemente a Jesús que se acuerde de ellos y los salve.
Para reflexionar:
Le pedimos a Jesús que nos salve ¿desde nuestros méritos o desde el reconocimiento de nuestra culpa?

jueves, 12 de marzo de 2015

LAVATORIO PIES



Jn 13, 1-5: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando… y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía...". Juan está haciendo una introducción solemne para decirnos algo muy importante que va a suceder: "... se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándolos con la toalla que se había ceñido”.

Así comienza el relato de Juan sobre la última cena, en el que no relata, como los otros evangelistas, la institución de la Eucaristía. Se centra en el lavatorio de pies.

¿Tan importante es este pasaje? ¿Qué nos quiere decir San Juan con esa actitud de Jesús?

Es más, cuando Pedro le dice a Jesús: Señor, ¿lavarme los pies tú a mi? No me lavarás los pies jamás. Jesús le replica: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo” (Jn 13,8b). Parece que Jesús se toma muy en serio esta acción, que si no se acepta, rompemos la relación con Cristo.

¿Nos quiere decir Jesús en este texto que debemos ser humildes y estar al servicio unos de otros?: por supuesto que sí. Pero, ¿hay algo más?: Sí.

Veamos lo que ocurre a continuación. Jn 13,13: “Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy”. Jesús afirma que es el Señor, el único Dios, y añade “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13, 14-15).

Con esto, lo que Jesús está diciéndonos es que nuestra misión de discípulos la debemos realizar desde la ejemplaridad.

No podemos evangelizar desde la imposición, sino desde una ejemplaridad que pueda convencer a los demás de que los cristianos actuamos con humildad estando al servicio de los demás, que estamos dispuestos a colocarnos en el lugar del esclavo por amor (lavar los pies era la obligación de los esclavos en tiempos de Jesús).

Esta es la ética de Cristo, la del seguimiento a una persona que atrae, que es ejemplo y que da sentido a nuestra vida.

Seremos discípulos de Jesús si nos sentimos atraídos y seducidos por él, seguimos su ejemplo, y actuamos y vivimos desde él, con él y como él.

Para reflexionar:

¿Estamos dispuestos a vivir desde la ejemplaridad que implica convertirnos en escalvos de los demás?

miércoles, 11 de febrero de 2015

LA PERSONA Y SU VERDAD



La teología moral busca a través de la razón y de la fe los valores, principios y convicciones que considera como ideal de vida para que nos oriente en nuestra toma de decisiones.
Para hacer una valoración sobre cual debe ser el actuar humano, la teología moral se basa en lo que es la persona: en su verdad.
La verdad del ser humano es aquella que posibilita que el hombre llegue a ser lo que está llamado a ser. Según el concepto que tengamos de la verdad de la persona entenderemos cual debe ser su comportamiento y cuales las normas que lo deben regular.
Y, ¿Cuál es nuestra verdad? ¿A qué estamos llamados a ser? Desde la antropología teológica descubrimos las distintas llamadas del ser humano, pues nos revela en primer lugar que la relación que existe entre Dios y el hombre es de amor y paternidad. Por tanto, Dios nos ha llamado para que experimentemos su amor y seamos sus hijos.
En segundo lugar y para que esto suceda, Dios nos ha llamado primero a la existencia.
En tercer lugar, hemos sido creados libres para que podamos responder a la llamada de Dios a su amor y paternidad, pero fruto de esa libertad el hombre ha dicho “no” a la llamada de Dios, ha roto su relación con Dios. El hombre ante el proyecto de salvación de Dios le ha respondido con el pecado.
Al negar a Dios rompemos toda nuestra ordenación como personas, por eso, para volver a estar unidos a Dios necesitamos a Jesucristo, que es el modelo o ideal humano: nuestra meta es parecernos a él.
Ante nuestra toma de decisiones equivocadas, Cristo nos ofrece el camino para que podamos responder a lo que es nuestra vocación, a lo que es nuestra verdad como personas.
Jesucristo es la respuesta a todos los interrogantes, es el objetivo, la meta y origen de todo. Por eso nuestra moral consiste en seguir a Cristo, que no es un aprendizaje teórico, es la adhesión personal a él.
Esta adhesión a Cristo es la que nos permitirá vivir la moral más elevada que se nos ofrece: la de las bienaventuranzas. Pues el vivir las bienaventuranzas no es un esfuerzo humano para acercarnos a Dios, sino lo contrario, es dejar que Dios se acerque a nosotros para poder experimentar la presencia de un Dios Padre todopoderoso y providente en quien confiamos, y así, unidos a Jesús, podremos como él, hacernos pobres, misericordiosos, limpios...
Para reflexionar:
¿Cuál es mi verdadera vocación? ¿Cómo puedo vivirla?

domingo, 25 de enero de 2015

JESÚS Y EL DINERO



Jesús comienza las bienaventuranzas hablando de los pobres, es decir, para explicar su proyecto de felicidad lo primero que plantea es la relación con el dinero.
Jesús nos advierte que el dinero tiene tal poder de seducción que termina por ser el competidor de Dios. Los sentimientos de paz y seguridad que Dios despierta, son parecidos a los que proporciona el dinero a los que lo tienen.
El problema está en saber donde tiene cada uno su tesoro, pues allí tendrá su corazón. El que tiene su tesoro en sí mismo y en su “buena vida” sin pensar en otra cosa que no sea eso, ese no participa en el proyecto de Jesús. En cambio, el que tiene su corazón y su tesoro en la felicidad de todos y en aliviar el sufrimiento lo más posible (vive las bienaventuranzas), ese cree en Dios.
El dinero proporciona abundancia y bienestar, y podemos pensar que eso es lo que necesitamos para ser felices, pero Jesús nos dice que el camino que lleva a la felicidad es el de compartir, dar al que no tiene. Eso sí produce dicha y está a nuestro alcance.
Aunque compartir no es cuestión de cuánto das, sino de lo poco con lo que te quedas una vez que has dado.
Para Jesús lo importante no es si una persona tiene más o menos dinero, lo que Jesús quiere es que esa persona, tenga lo que tenga, esté dispuesta a desprenderse de lo que tiene o a dar productividad a esos bienes que tiene, para servicio de los demás.
Las personas que solo piensan en retener para sí mismos lo que es suyo no pueden ser al mismo tiempo creyentes en Jesús y en su evangelio. En cambio, las personas dispuestas a desprenderse de algo de lo que tienen (no solo de lo que les sobra) para que eso rinda en beneficio de otros, esos sí son creyentes que se toman en serio el evangelio y el proyecto de Jesús.
Jesús no rechaza por principio a la gente de dinero, rechaza al que retiene sus bienes sin acordarse de los que carecen de medios de vida o de lo indispensable para vivir con dignidad.
Jesús nos dice lo que tenemos que hacer: “Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios” (Mt 10,8), es decir, hacer presente el Reino de Dios luchando contra el sufrimiento humano. Y nos dice también como hacerlo: “No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mt 10, 8-10).
La idea de Jesús es que la vida se defiende, la dignidad se respeta, la felicidad se transmite y el sufrimiento se alivia, no mediante el dinero, sino despojándose de todo.
Lo que más necesita la gente no es ayuda económica, sino respeto y amor, y eso lo daremos si nos despojamos de todo y nos damos nosotros mismos.
Para reflexionar:
¿Dónde tenemos nuestro corazón? ¿Qué compartimos? ¿A qué le dedicamos más esfuerzo?