miércoles, 16 de noviembre de 2016

LA MISERICORDIA SE RÍE DEL JUICIO

“Hablad y actuad como quienes van a ser juzgados por una ley de libertad, pues el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia; la misericordia triunfa sobre el juicio”  (Sant 2, 12-13).
El que la misericordia triunfa (se ríe) del juicio no indica que gracias a la misericordia de Dios no va a haber juicio o que si lo hay todo el mundo va a ser absuelto en él y nadie va a ser condenado en ese juicio haga lo que haga.
El texto en que está escrita esta frase pone de manifiesto la necesidad de las buenas obras para la salvación: “el hombre es justificado por las obras y no solo por la fe” (Sant 2,24).
El juicio se va a hacer sobre las obras, y las buenas obras serán determinantes en ese juicio.
La misericordia nos la da Dios, y cuando la experimentamos, nos lleva al arrepentimiento de lo malo que hemos hecho y nos ayuda a cambiar de vida.
Esa misericordia que recibimos de Dios, nos justifica, de forma que aunque un juicio justo nos condenara, la misericordia triunfa sobre ese juicio, porque hemos sido hechos justos.
El cristiano debe pensar, juzgar, hablar y obrar movido por el amor a Dios y al prójimo. Y Dios corresponderá generosamente a ese amor, aunque no hayamos cumplido siempre lo que Dios nos pide, porque la misericordia prevalece sobre el juicio.
En el día del juicio, Dios nos juzgará de acuerdo con la ley del amor, por eso debemos tener mucho cuidado en todo lo que hacemos y decimos. Porque Dios no tendrá compasión de quienes no se compadecieron de otros.
Pero los que tuvieron compasión de otros, saldrán bien del juicio, porque la misericordia triunfa, sale victoriosa, se ríe, es superior, al juicio.
Para reflexionar:
¿Qué concepto de misericordia divina tenemos? ¿El arrepentimiento y la conversión son necesarios para alcanzar misericordia o es la misericordia la que nos lleva a arrepentirnos y convertirnos?

domingo, 30 de octubre de 2016

EL SERVICIO PRÁCTICO DE LA CARIDAD ES UN SERVICIO ESPIRITUAL

En Hch 6, 1-6 vemos que en una comunidad cristiana, los discípulos de lengua griega comenzaron a quejarse contra los de lengua hebrea porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas.
Frente a este asunto relacionado con un aspecto esencial en la vida de la comunidad, es decir, la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos y la justicia; los apóstoles convocaron a todo el grupo de discípulos, y se llega a una decisión: “escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea” (Hch 6,3). Aparece así un  embrión de estructura eclesial fundada en el servicio y en el amor. 
Los Apóstoles deben proclamar la palabra de Dios, pero consideran importante el deber de la caridad y la justicia.
Comienza a existir desde aquel momento en la iglesia un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad.
Y, quienes se dediquen a practicar la caridad han de ser hombres que no solo deben tener buena reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, que no sean solo organizadores que saben cómo “hacer” sino que deben “hacer” según el Espíritu.
El servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. La caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo.
Por eso deben unirse los momentos de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad.
No debemos perdernos en el activismo puro, sino dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz de la palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a los demás, que necesita sobre todo del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.
El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo, del compromiso en la actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación, pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da fortaleza y esperanza.
Sin la oración diaria, nuestra acción se vacía, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos.
Cada paso de nuestra vida, cada acción, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.
Para reflexionar:
¿Oramos siempre que vamos a actuar? ¿Unimos la Palabra de Dios a nuestro actuar?

lunes, 12 de septiembre de 2016

BENDICE, ALMA MÍA, AL SEÑOR

El salmo 103 (102) comienza con una invitación a la propia alma a bendecir al Señor: “Bendice, alma mía, al Señor” (v. 1).
Y le bendecimos porque reconocemos su perdón y sanación: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa” (v. 3), y al mismo tiempo porque le agradecemos los dones recibidos: “Te colma de gracia y de ternura” (v. 4); “Sacia de bienes tu vida” (v. 5); “Renueva tu juventud como un águila” (v. 5).
Nos dirigimos a un Dios que tiene siempre presente a los más débiles: “el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos” (v. 6) y a su pueblo: “enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel” (v. 7).
El Salmo va describiendo con entusiasmo cómo es Dios: perdona, cura, rescata, colma de gracia, sacia de bienes, hace justicia, defiende, enseña... Pero sobre todo, llega a una definición: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (v. 8).  
Dios se comporta como un Padre benévolo con sus hijos, lleno de misericordia, sin acusar ni guardar cuentas pendientes “No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo” (v. 9).
No nos trata como merecemos, depone pronto su cólera sin guardar rencor: “no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas” (v. 10).
A pesar de nuestros pecados e infidelidades, su misericordia lo sobrepasa todo y siente ternura por nosotros.
Es precisamente esta debilidad del hombre la que atrae el amor de Dios. El salmista no encuentra otra explicación para este amor que la siguiente: “porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro” (v. 14).
Dios sabe que la vida del hombre es una calamidad y es efímera, y esta caducidad y fragilidad humanas son las que provocan su misericordia.
Pero ante nuestra fugacidad “la misericordia del Señor dura desde siempre y por siempre” (v. 17).
Al final del salmo hay una invitación clamorosa a todas las criaturas a que alaben a Dios, a que lo bendigan para siempre: “Bendecid al Señor, todas sus obras, en todo lugar de su imperio” (v. 22).
Para terminar, el salmista acalla todas las voces, desciende en silencio hasta lo más profundo de su intimidad, y, con una concentración total, emite esta orden: “Bendice, alma mía, al Señor” (v. 22).
El Salmo nos invita a confiar en un Dios que muestra su grandeza no sólo en las obras magnificas de la creación, sino sobre todo en su ternura de Padre que siempre está cerca para ayudar y perdonar.
Para reflexionar:
¿Bendecimos al Señor con todo el agradecimiento del alma?

domingo, 28 de agosto de 2016

HUMILLARSE ES ENALTECERSE

Jesús, para decirnos que “el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11), nos propone una parábola en la que nos aconseja que cuando seamos invitados no ocupemos los puestos principales (Cf Lc 14, 1-11).
Todos tenemos un alto concepto de nosotros mismos y buscamos los primeros puestos para ser alabados por la gente. Tratamos de deslumbrar y satisfacer nuestra vida social ligándola a la posesión, al poder o al honor.
Pero Jesús nos dirá que estos no son los valores para entrar en el banquete del Reino de Dios. Nos da a entender que los puestos de honor en el Reino de los Cielos no son para los que creen tener privilegios, para los soberbios y vanidosos; sino para los humildes y sencillos de corazón.
De ahí la necesidad que tenemos de hacer una profunda revisión de la jerarquía de valores que la sociedad en que vivimos ha establecido y que nos invitan a escoger los primeros puestos; en cambio, los contrava­lores de Jesús nos mandan directamente al último puesto: al que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán.
Jesús quiere constituir una sociedad de iguales siendo humildes y sencillos de corazón. Por eso “el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor” (Lc 24,26), pues Jesús está en medio de nosotros “como el que sirve” (Lc 24,27).
Buscamos elegir los primeros puestos, que no es cuestión de sillas o primeras filas, elegir el primer puesto es cosa del corazón, es querer ponerse uno delante de todo, que todo esté supeditado a nuestra voluntad, es querer ser servido en lugar de servir, ser ensalzado en lugar de mostrarse disponible, ser amado antes de amar.
Este comportamiento no nos ayuda sino que nos perjudica porque nos convierte en rivales unos de otros, nos lleva a la desconfianza, a la envidia y a los atropellos.
Por eso Jesús nos dice que el que se cree justo y piensa que merece el primer puesto, oirá “cédele el puesto a este”(Lc 14,9) y se irá avergonzado.
Pretender obtener honor y gloria por nosotros mismos nos lleva a una actitud egoísta y soberbia que nos rebaja, en cambio, quien se humilla, inclina su cabeza delante del Señor y pide perdón, será ensalzado.
La verdadera grandeza humana la alcanza no el vanidoso, no el soberbio, no el que se cree más que los demás por ser importante, sino el humilde, el que en todo procede con sencillez, el que incluso siendo una persona importante se abaja para servir y elevar a los demás.
Este es el camino por el que cada cual será enaltecido: el del abajamiento para un servicio permanente y desinteresado a los demás.
Sólo se conoce y se valora rectamente a sí mismo quien conoce y ama al Señor. En Cristo descubrimos la verdad sobre nosotros mismos y de Él podemos aprender a ser verdaderamente humildes.
Para reflexionar:
¿Qué buscamos en la vida? ¿Dónde nos colocamos? ¿Qué pretendemos y de qué forma?

domingo, 24 de julio de 2016

LA ORACIÓN DE PETICIÓN

Karl Rahner, uno de los más grandes teólogos católicos del S. XX hace una reflexión sobre la queja que se hace a la oración de petición. Se acusa a esta oración de que cuando nosotros rezamos, gritamos y lloramos ante Dios, él no nos responde, permanece mudo. Es una queja de desesperación y decepción.
Hemos acudido a Dios como Padre de misericordia apelando a su piedad, con confianza le mostramos los motivos de nuestra desesperación y le decimos que nuestras pretensiones son  modestas y realizables, pero de nada sirvió. Nadie nos consoló, no fuimos escuchados, hemos llamado sin respuesta alguna.
Ante esta acusación unos dirán que rezar no tiene ningún objetivo, pues el Dios que pudiese escuchar la oración de petición o no existe o no se preocupa de su creación, otros piensan que la oración de petición es solo para pedir bienes superiores del alma, no se pide a Dios que evite los males, sino la fuerza para sobrellevarlos.
Aun así, nosotros queremos orar y pedir, porque tenemos una fe que espera contra toda esperanza y sigue orando contra toda aparente decepción.
Pero, cuando le pedimos a Dios que nos libre de los “males”, ¿estos son según nuestros criterios o los de Dios? Cuando hemos tenido pan y bienestar ¿ha podido ser un “mal” que nos ha llevado a olvidarnos de Dios? ¿Sabemos que los caminos de Dios no los podemos comprender?
Para saber si hemos orado o hemos mantenido un monólogo de egoísmo ciego con nosotros mismos, lo reconoceremos si nuestra petición se ha transformado en preguntar a Dios ¿qué es mejor para mí: la necesidad o la felicidad, el éxito o el fracaso, la vida o la muerte?

La respuesta a la acusación a la oración de petición se llama Jesucristo. Su oración de petición es nuestra enseñanza. Y su petición es realista: “aparta de mi este cáliz” (Lc 22,42a). Lo pide con el fervor de un hombre angustiado, lo suplica sudando sangre, lo implora bajo un tormento de muerte. No pide cosas sublimes o celestiales, sino lo que para nosotros los terrenos es lo más valioso, pide la vida.
Su oración de petición es de confianza en Dios: “yo sé que tú me escuchas siempre” (Jn 11,42).
Y su oración de petición es de entrega incondicional: “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42b). El abandonado de Dios, el fracasado, pese a todo, entrega su alma en manos del Padre.
Jesús lanza un grito de angustia pero se siente seguro de ser escuchado y no quiere hacer otra cosa que la incomprensible voluntad de Dios. Pide con fervor por su vida, pero su oración por su vida es un ofrecimiento de su vida para la muerte.
En esta oración de petición se unen lo más divino y lo más humano, se pide ayuda para la vida terrena, pero más que el pan y la vida se quiere la voluntad de Dios, aun cuando sea el hambre y la muerte.
Así, nos introducimos en la voluntad de Dios y nuestra voluntad quiere a Dios, su amor y su gloria, hemos quemado todo lo egoísta y ya podemos decir, junto con el Hijo: “sé que tú me escuchas siempre”.
Solo entonces el yo, que quiere ser escuchado, habrá entrado en el tú que escucha, y existirá la armonía pura y libre entre Dios y el hombre, por la cual el hombre puede querer, aspirar y pedir la aceptación de la voluntad de Dios.
Si realizamos esto llegamos a ser como un niño que sabe que su Padre es más sabio, tiene la visión más amplia y es bondadoso en su inexplicable dureza, y que porque se es niño, no hacemos de nuestro juicio y deseo la última instancia.
El ser niño confiado ante Dios nos permite conjugar en la oración de petición el miedo y la confianza, la voluntad de vivir y la disposición a morir, la certeza de la escucha y la renuncia a ser escuchado según el propio plan.
Si quieres entender la oración de petición, ora, pide, llora. Pide aquello que tu cuerpo necesita, de forma que la petición del don terreno te transforme cada vez más en un hombre celestial. Pide de tal modo que te hagas cada vez más ofrenda a Dios.
Pidamos aquello que necesitamos en esta tierra, pero sin olvidar que somos peregrinos en ella, y no podemos ser escuchados como si tuviésemos aquí una morada permanente, como si no supiésemos que tenemos que entrar a través de la ruina y de la muerte en la Vida.
Para reflexionar:
¿Acusamos a la oración de petición como inútil? ¿En quién confiamos?    

viernes, 8 de julio de 2016

CLERICALISMO Y MUNDANIDAD ESPIRITUAL

El Papa Francisco nos advierte sobre un excesivo clericalismo dentro de la Iglesia y contra la mundanidad espiritual.
El clericalismo, esa tentación del clero de señorear sobre los laicos, es una forma excesiva de intervenir el clero en la vida de la Iglesia que dificulta el ejercicio de los derechos al resto del pueblo de Dios.
El clericalismo es un obstáculo para que se desarrolle la madurez y la responsabilidad cristiana de buena parte del laicado al mantenerlo al margen de las decisiones eclesiales. 
Los ministros ordenados están al servicio de los laicos, los cuales deben formarse y tomar conciencia de su responsabilidad en la Iglesia.
Un párroco no puede llevar la parroquia adelante con un estilo clerical que no deja crecer a la parroquia ni a los laicos. El párroco se debe apoyar en el Consejo pastoral y decidir tras haber escuchado, dejado aconsejar, dialogado… Esta es su tarea, no es un patrón de empresa.
Por eso los sacerdotes deben ser formados no como administradores, sino como padres, hermanos, deben ser capaces de proximidad, de encuentro, de enardecer el corazón de la gente, caminar con ellos, entrar en diálogo con sus ilusiones y sus temores.
El clericalismo puede conducir a una mundanidad espiritual que, aparentando una religiosidad e incluso amor a la Iglesia, lo que busca es la gloria humana y el bienestar personal, en lugar de la Gloria del Señor.
Esta mundanidad se da en quienes sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas. De forma que en lugar de evangelizar, se analiza y clasifica a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
No preocupa que el Evangelio tenga una inserción en el Pueblo de Dios, sino que se busca una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, cargados de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios. Es una autocomplacencia egocéntrica.
Quien ha caído en esta mundanidad descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia.
Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios.
Para reflexionar:
En la Iglesia ¿lo hacemos todo para gloria de Dios o para la nuestra?

domingo, 3 de julio de 2016

JONÁS

A primera vista, el libro de Jonás parece una historia divertida y sorprendente, pues no es corriente que un pez se trague a un hombre, que este entone un salmo en el vientre del monstruo y que siga su camino tres días más tarde. También es curiosa la disposición  unánime de los ninivitas para convertirse apenas escuchan el sermón de Jonás, y al final, el asunto de la planta de ricino nos hace sonreír y reflexionar.
Pero a pesar de todo, el lector de este pequeño relato queda seducido e interrogado por él.
Jonás, inicialmente no quiere ir a Nínive a llevar el mensaje de Dios por sus crímenes. Pero después de pasar por un naufragio y una estancia en el vientre de un gran pez, acaba proclamando en Nínive el mensaje que Dios le ha indicado: “Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada” (Jon 3, 4b).
Los ninivitas, con su rey al frente, creyeron en Dios, se arrepintieron e hicieron penitencia. El rey proclamó a todos los hombres y animales “que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia” (Jon 3, 8b).
Entonces “Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó” (Jon 3,10).
Ante esto, paradójicamente, Jonás se disgusta y se indigna porque han resultado fallidos sus anuncios sobre la próxima destrucción de la ciudad. 
Jonás simboliza a todos aquellos que no aceptan la forma de ser de Dios que perdona a cualquiera que se arrepiente. No le gusta que Dios sea bueno y misericordioso con Nínive, una ciudad que no es religiosa ni humana.
Indignado, sale Jonás de la ciudad y se queda a ver qué pasa. Entonces Dios hace que una planta de ricino crezca a su lado para que le de sombra y librarlo de su disgusto, cosa que alegra a Jonás. Pero al día siguiente Dios hace que se seque la planta, y el sol hizo desfallecer a Jonás que deseaba la muerte.
A Jonás le molesta la desaparición del arbusto que le daba sombra, mientras que no le da pena de la muerte de miles de inocentes en la ciudad.
Cuando todo le falla a Jonás (el castigo de Nínive y la sombra del ricino), es cuando se dirige a Dios y le pide que le quite la vida. Ante tanto dolor dice “Más vale morir que vivir” (Jon 4, 8b).
Finaliza el relato con un diálogo entre Dios y Jonás. Dios le pregunta si tiene ese disgusto tan grande por lo del ricino y Jonás le contesta afirmativamente, a lo que Dios le responde que si Jonás se compadece de una planta que aparece y desaparece, cómo no se va a compadecer Él de una gran ciudad con muchos habitantes que viven desorientados.
La respuesta final de Dios no es na afirmación sino una pregunta: "Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la ran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales?” (Jon 4, 10-11).
La pregunta de Dios va dirigida a Jonás y, a través de él, a todos los lectores; a los que se tienen por buenos y desprecian a los que juzgan malos; a los que no quieren un Dios clemente con todos sino para un limitado número de buenos.
Jonás piensa que se puede servir a un Dios poderoso y justiciero, pero servir a un Dios piadoso y clemente no vale la pena.
Pero Dios es así, clemente y misericordioso con todos y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Este libro contrarresta la tendencia que solemos tener de valorarnos positivamente, de ser los buenos y merecedores del premio, frente a los otros, los malos, los que deben ser castigados.
Si pensamos que el amor de Dios debe reservarse para los buenos, el relato nos lleva a lo contrario, a que los ninivitas, los malos, son los que acogen la llamada del profeta, se convierten y son perdonados.
Aquí se critica la tesis del exclusivismo religioso, según la cual sólo los pertenecientes al pueblo elegido tienen derecho al arrepentimiento y perdón de parte de Dios.
Frente a nuestra preocupación por cosas intrascendentes y nuestro peculiar sentido de la justicia, Dios ¿cómo no va a cuidar de todos seres vivos y mostrarse solícito con ellos? 
Jonás no responde. Nos toca responder a nosotros.
Para reflexionar:
¿Queremos que Dios sea como creemos nosotros que debe ser? ¿Debe ponerse al lado de los que se arrepienten?

lunes, 6 de junio de 2016

HACEDLO TODO PARA GLORIA DE DIOS

Nos dice San Pedro que pongamos al servicio de los demás los carismas que cada uno ha recibido, para que así Dios sea glorificado: “Si uno habla, que sean sus palabras como palabras de Dios; si uno presta servicio, que lo haga con la fuerza que Dios le concede, para que Dios sea glorificado en todo, por medio de Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos” (1Pe 4,11).
San Pablo nos dice que hemos sido creados por Dios para alabanza de su gloria, es decir, para glorificar a Dios: “nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado” (Ef 1,5-6).
Insiste San Pablo: “Así pues, ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios” (1Cor 10,31).
En cambio, el Papa Francisco en su Encíclica Evangelii Gaudium nos advierte sobre “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (EG,93).
Por tanto, todo lo debemos hacer para gloria de Dios. Y ¿Qué es la gloria de Dios?
La gloria de Dios es Dios mismo en cuanto que se manifiesta. Y lo que Dios es y manifiesta es su bondad, amor y verdad.
La gloria de  Dios primero viene a nosotros: Dios nos da su amor y verdad, y ante esta gracia que recibimos nos llenamos de Dios, participamos de su vida y nos convertimos en alabanza de su gloria, es decir, llenos de Él manifestamos en nosotros su amor, su verdad y su bondad.
Por tanto debemos hacerlo todo dando gloria a Dios: manifestar con nuestra vida el  amor y la bondad de Dios.
En cambio debemos evitar caer en la mundanidad que busca la gloria de uno mismo, pues “Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia” (EG, 97).
El Espíritu Santo es, si le dejamos, el que nos transforma y nos convierte, nos une a Cristo, y así participamos de la vida trinitaria. Pues damos gloria al Padre cuando, unidos a Cristo, amamos como Él.
Para reflexionar:
¿Mi vida manifiesta el amor que Dios es y nos tiene? ¿Mi comportamiento refleja que Cristo ama a través de mí?

lunes, 30 de mayo de 2016

SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN

Bautismo y confirmación son los medios queridos por Jesús para incorporarnos a su vida. Estos sacramentos producen la vida en Cristo.
No se debe dividir este proceso de iniciación cristiana. El bautismo es el comienzo del don del E. S. y la confirmación perfecciona ese don, se lleva a plenitud lo que se inició en el bautismo.
Estos sacramentos nos introducen en el misterio pascual de Cristo, de forma que por el bautismo recibimos la vida nueva en Cristo, y por la confirmación recibimos el don del E. S. que lleva a plenitud lo recibido en el bautismo.
En la confirmación el cristiano se inviste públicamente para la misión, se vincula más estrechamente con la Iglesia. Se enriquece con la fuerza del E. S. y queda obligado a defender la fe como testigo.
Al recibir el E. S. en la confirmación, no se confirma la fe, no es conquista personal, sino que se recibe un don, un regalo del E. S.
No se trata de aprender catequesis, sentirse maduro y recibir como premio el E. S. sino que al querer vivir la vida de Cristo, se nos da el E. S. como regalo. El confirmado es simplemente una persona que se ha abierto a la gracia y quiere acoger el don.
Con la confirmación se perfecciona lo recibido en el bautismo, es el don del E. S. en plenitud, de forma que los carismas de la caridad, la predicación, la enseñanza, el gobierno… no son fruto de conquistas personales, sino obra del E. S. que se vivirán en plenitud en el más allá, pero que ahora el E. S. nos los regala y anticipa aquí.
La confirmación nos lanza a vivir en el compromiso cristiano de pertenecer a la Iglesia y trabajar por el Reino.
La Iglesia sin el E. S. sería una ONG, la caridad sin el Espíritu sería filantropía, la enseñanza sin el Espíritu, palabrería…
El derecho, el deber y la facultad que tienen los laicos de anunciar la Palabra de Dios nace de su bautismo y confirmación. Los sacramentos de iniciación nos dan la fuerza para anunciar el mensaje cristiano.
Para reflexionar:
¿Qué importancia damos al sacramento de la confirmación? ¿Notamos los confirmados la presencia del E. S. en nuestra vida cotidiana?

domingo, 15 de mayo de 2016

LA LLAMADA

Jesús llama a Mateo y come con él, es un precioso texto (Mt 9, 9-13) en el que todos nos vemos reflejados, pues Jesús llama a un pecador, nos llama a nosotros pecadores a seguirle; y lo hace porque sabe que tenemos necesidad de acudir a él, al único que nos puede proporcionar una vida más sana, digna y dichosa.
Los fariseos, como todos los que se consideran justos, no entienden que Jesús pueda estar al lado de los pecadores, a estos, más que llamarlos hay que excluirlos. “Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: ¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?” (Mt 9,11).
La respuesta de Jesús indica por qué come con ellos: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9,12); y cuál es su misión: “no he venido a llamar a justos sino a pecadores” (M 9,13).
Jesús quiere que entendamos bien la frase bíblica que cita: “Quiero misericordia y no sacrificio; conocimiento de Dios, más que holocaustos” (Os 6, 6).
Con Jesús todo cambia, y así, los que se consideran justos quedan excluidos de la llamada, y los pecadores que se sienten excluidos son llamados y acogidos.
La llamada que nos hace Jesús supone comenzar una nueva vida, nos debe llevar a una conversión que, superando nuestra vida pasada de pecado nos lleve a una nueva vida junto a Jesús.
Con su acogida amistosa, Jesús no justifica el pecado, sino que rompe el círculo de la discriminación y facilita el encuentro con Dios.
Jesús quiere que nosotros hagamos lo mismo, que como discípulos suyos nos sentemos con todos, nos acojamos, no excluyamos a nadie, y que prioricemos nuestra actitud de ser misericordiosos frente a un culto vacío que no cura ni saca de la exclusión a los pecadores y marginados.
Ejemplo de discipulado lo tenemos en la Virgen María, por eso nos dice San Agustín en uno de sus sermones (72,7): “Santa María cumplió ciertamente la voluntad del Padre; y por ello significa más para María haber sido discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo”.
Para reflexionar:
¿Celebramos banquetes con pecadores y marginados? ¿Hemos sentido la invitación de Jesús a estar con él pese a nuestra vida pecadora? ¿Hemos cambiado de vida?

miércoles, 27 de abril de 2016

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

El autor del Apocalipsis, Juan, tiene una visión: “Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos” (Ap 5,1).
Es un libro sellado y oculto por su importancia: contiene el proyecto de Dios sobre la humanidad. El Cordero (Jesucristo resucitado) es el único “capaz de abrir el libro y sus siete sellos” (Ap 5, 5) y revelar su contenido.
El Cordero va abriendo uno a uno los 7 sellos y al hacerlo, van desfilando ante nosotros los distintos elementos que intervienen en el drama de la historia. Son las fuerzas del bien y del mal que luchan por dominar la vida de los seres humanos.
Cuando se abre el primero aparece un caballo blanco, que vencerá (“y salió como vencedor y para vencer otra vez” Ap 6,2); al abrir el segundo sello aparece un caballo rojo que expresa la violencia y la sangre (“y al jinete se le dio poder para quitar la paz de la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros” Ap 6,4); al abrir el tercer sello se ve un caballo negro que provoca injusticia (“el jinete tenía en la mano una balanza” Ap 6,5); y al abrir el cuarto sello aparece un caballo amarillento cuyo jinete se llamaba muerte (“Se les dio potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, hambre, epidemias y con las fieras salvajes” Ap 6,8).
A pesar de que las imágenes y visiones que aparecen producen escalofríos, este libro es optimista y lleno de esperanza, en el que Cristo, como caballero victorioso (jinete blanco) se enfrenta a los poderes del mal y de la muerte (los otros 3 jinetes). Aunque esta batalla entre Cristo y los otros 3 caballeros llamados guerra, injusticia y muerte no ha sido aún definitivamente vencida.
Jesús “el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso” (Ap 1,8), es el pasado, el presente y el futuro, es el Señor de la historia. Esa es nuestra esperanza, saber que Jesucristo ya venció, vence y vencerá al mundo.
El Apocalipsis nada tiene que ver con fantasías sobre la destrucción del mundo. Suceda lo que suceda, al final de todo se halla Dios.
Solo Cristo muerto y resucitado posee las claves para darnos a entender el misterioso proyecto que Dios tiene sobre la humanidad.
Nos revela que la acción liberadora de Dios encuentra en la historia fuerzas negativas. Pero Cristo, Señor de la historia, ya ha salido para vencer y hará justicia a las comunidades perseguidas y a sus mártires
Para reflexionar:
¿Pensamos que el Apocalipsis vaticina grandes catástrofes para la humanidad? ¿Creemos que este libro está lleno de predicciones negativas para los seres humanos? ¿O pensamos que solo hay una profecía acerca del futuro: que Cristo triunfará y nosotros con él?

sábado, 26 de marzo de 2016

EVANGELIO DE SAN JUAN

Lo que pretende San Juan al escribir este evangelio es que creamos que Jesús es el Mesías, para que creyendo tengamos vida en su nombre.
Por eso el evangelio comienza y termina de la misma forma: “para que todos creyeran por medio de él” (Jn 1,7); “que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31). En el prólogo y en el epílogo está la idea de creer, lo que hay en medio es para despertar la fe.
El evangelio responde a una pregunta ¿quién es Jesús? Juan parte de un hombre concreto y trata de demostrar que ese Jesús que todos conocen es también el Hijo de Dios.
Porque es Jesús quien con sus palabras y obras nos da a conocer el amor que nos tiene Dios Padre y su proyecto de salvación para la humanidad. De forma que si creemos en Jesús y su relación con el Padre, ya tenemos vida eterna: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).
Es más, si a través de Jesús creemos en el Padre, viviremos plenamente: “En verdad, en verdad os digo: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida” (Jn 5,24). Por tanto, si creemos tenemos vida eterna (habla en presente) y ya hemos pasado de la muerte a la vida (habla en pasado), es decir, ya hemos experimentado la resurrección.
Jesús revela en la carne, en la condición caduca y efímera que asume, lo que ha visto y escuchado del Padre, porque: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30).
Las obras que Jesús hace son obras del Padre, de forma que quien ve y oye las palabras y obras de Jesús, ve y oye al Padre, es decir, quien ve y conoce a Jesús, ve y conoce al Padre: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9).
Jesús es el único camino para llegar al Padre: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).
Jesús promete a sus discípulos el Espíritu Santo diciéndoles que será el que les recordará lo que él les ha dicho y el que los llevará a la verdad. Es quien hace posible que lo que vamos descubriendo en Jesús lo vayamos trabajando en nuestra vida concreta.
El Espíritu Santo es enviado por el Padre en nombre de Jesús para poder creer, sin él no hay fe. Es quien permite al creyente descubrir la realidad de Jesús y la equivocación del mundo, es el que da verdadero sentido a las palabras y a los gestos de Jesús: “el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).
En el momento de la marcha de Jesús es cuando entrega su Espíritu: “os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7).
Para reflexionar:
¿Descubrimos que la obra del cuarto evangelista constituye la cumbre de la revelación trinitaria. Que el Padre y el Hijo, juntamente con el Espíritu Santo, son el centro del evangelio? 

sábado, 16 de enero de 2016

LAS DIEZ VÍRGENES

Cuando Jesús narra la parábola de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13), en las bodas había un banquete después de anochecer. La novia era acompañada por las amigas a casa del esposo y allí lo esperaban para celebrar el banquete. El esposo a veces se retrasaba porque estaba negociando con las dos familias las condiciones de la boda.
Cuando veían al esposo venir, las amigas de la novia salían con sus lámparas a recibirlo y todos entraban en la casa del esposo para celebrar el banquete.
En este texto, las amigas de la novia esperan al esposo con sus lámparas, pero al retrasarse este, se duermen y se va consumiendo la lámpara. Por eso cuando llega el esposo solo pueden salir a recibirlo las 5 amigas prudentes que llevaban aceite de reserva, las otras tienen que ir a comprar aceite y llegan tarde al banquete, y ya no las dejan entrar.
La parábola quiere hacernos ver a qué se parece el reino de los cielos, que es semejante al banquete que prepara el esposo. Nosotros somos las diez doncellas que esperamos la venida del esposo, que es Jesús, para entrar en el banquete que nos tiene preparado.
Debemos salir al encuentro de Jesús con lámparas encendidas. La lámpara encendida representa la luz que viene de la gracia de Dios. El aceite es lo que alimenta esa luz: son las buenas obras, la caridad practicada con el hermano. Nuestra vida con la luz de Cristo brilla, pero necesitamos, para que no se apague, alimentarla con las obras de caridad.
En las diez doncellas podemos ver a toda la Iglesia, tanto en las prudentes como en las necias, pues la Iglesia está compuesta de buenos y pecadores.
En la parábola se nos invita a realizar buenas obras con todos para que la luz no se apague.
Lo necios, aunque han recibido la luz de Cristo se han preocupado de otras cosas y han descuidado el mantener la lámpara encendida, no han pensado que lo prudente era tomar una provisión de aceite: no se han preocupado de realizar buenas obras. Los prudentes, sí que han tomado aceite en sus alcuzas: han practicado la caridad.
Cuando llega el esposo y hay que salir a su encuentro las vírgenes necias se dirigen a las prudentes pidiendo aceite pues se apagan sus lámparas. Los necios quieren que las buenas obras practicadas por los prudentes sirvan también para ellos, porque quieren entrar al banquete.
Pero las vírgenes prudentes no ayudan a sus compañeras necias. Parece falta de caridad, pero Cristo quiere decirnos que nadie puede vigilar por otro, nadie puede asumir la responsabilidad de los demás en los momentos cruciales. Cada uno ha de cuidar su propia lámpara.
Cuando llegue la hora del juicio, no será posible el intercambio de los bienes espirituales. Cada uno será juzgado según sus propias obras.
Al encuentro final con Cristo solo irán los que tengan las lámparas encendidas. Son todos aquellos que han recibido la fe y la Palabra de Dios, y la cumplen, han respondido a esa gracia con un comportamiento adecuado que les permite mantener la lámpara encendida.
Estar vigilantes en todo tiempo y lugar es la condición necesaria para mantenerse en las buenas obras; dejar apagar la lámpara es caer en pecado.
Para reflexionar:
¿Cómo alimento la luz que he recibido con la gracia de Dios a través del bautismo? ¿Soy consciente que se me puede apagar la gracia de Dios y no podré estar con el “novio”?

jueves, 7 de enero de 2016

LOS MAGOS DE ORIENTE

¿Qué nos enseñan hoy los Magos de Oriente?: ellos, como todos los seres humanos, son buscadores. Buscamos la verdad que nos permita ser libres y felices.
Los tres procedían de regiones lejanas y culturas diferentes: son la imagen de toda la humanidad, que es guiada hacia ese Niño que nace para la salvación de todos. Es la peregrinación de todos los pueblos de la tierra hacia el encuentro con Jesús para experimentar su amor misericordioso.
Todos nosotros, como los Magos, podemos ir al encuentro de Jesús para reconocerlo y adorarlo, siempre que hayamos “visto salir su estrella”, ya que esta es la condición indispensable para poder preguntar: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2).
Todos buscamos esa estrella que nos ilumine y nos lleve a la luz verdadera: “El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo” (Jn 1,9).
Para buscar esa luz verdadera hay que ponerse en camino (cuánto nos cuesta ponernos en marcha y salir de nuestras comodidades y rutinas), y vencer las suspicacias y engaños de gente acomodada, con privilegios, que no quiere cambios: “Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él”. (Mt 2,3).
Eso requiere por nuestra parte tener claro que vale la pena esa búsqueda, arriesgarlo todo en esa empresa que hemos comenzado. Hay que ser constantes aunque a veces desaparezca la estrella que nos guía, porque la volveremos a ver y nos llenaremos de alegría: “Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría”. (Mt 2, 9-10).
También para nosotros hay un gran consuelo al ver la estrella, que nos hace sentir que no estamos abandonados sino guiados. Hoy para nosotros la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Salmo 119, v105).
Esta luz nos guía hacia Cristo. Sin escuchar el Evangelio no es posible encontrarlo. La Palabra de Dios es a la vez estrella que guía y luz que ilumina nuestras vidas, porque al orar, al meditar la Palabra de Dios nos acercamos a Jesús, entramos en su casa y estamos con su Madre viéndole: “Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2,11).
Una vez postrados ante Él, estamos en condiciones de adorarle y ofrecerle lo que tenemos y lo que somos. Con nuestra entrega a los hermanos necesitados adoramos a Jesús.
Por eso Jesús se presentó primero a ellos, a unos pastores insignificantes y despreciados: “os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2, 10-11). Y ellos: “Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño” (Lc 2, 16-17).
Jesús se manifestó a los pastores y a los Magos, que se sintieron misteriosamente atraídos por ese Niño. Son muy diferentes entre sí, pero acuden a ver a Jesús porque miran al cielo, porque no están encerrados en sí mismos, sino que tienen el corazón y la mente abiertos a lo que Dios quiera, y Este siempre sorprende si sabemos acoger sus mensajes y responder a ellos.
Tanto los pastores como los Magos, vuelven del encuentro con Jesús cambiados. Así, los pastores: “se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2, 20). Y los Magos: “se retiraron a su tierra por otro camino” (Mt 2,12b).
Hoy, nosotros como los pastores debemos hablar de lo que hemos visto y oído en casa de Jesús; y como los magos, debemos cambiar el rumbo de nuestra vida para caminar por las sendas del amor y paz que hemos recibido.
Para reflexionar:
¿Qué nos dicen los Magos? ¿A quién buscamos? Si hay encuentro con Jesús hay cambio de vida ¿en mi vida hay cambio?