miércoles, 6 de diciembre de 2017

SALMOS IMPRECATORIOS

Al orar con los salmos, vemos que en algunos de ellos aparecen imprecaciones. La imprecación es una invocación de maldición, calamidad o juicio divino condenatorio contra los enemigos del que ora.
Puede resultar complicado conciliar las imprecaciones con el amor, la misericordia y la paciencia de Dios que aparece en otras partes de la Biblia.
Como ejemplos de imprecación, en el salmo 137 (136) el salmista desterrado dice: “Capital de Babilonia, destructora, dichoso quien te devuelva el mal que nos has hecho. Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la peña” (vv. 8-9).
En el salmo 63 (62), el salmista después de orar diciendo: “Mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene” (V.9), añade: “Pero los que intentan quitarme la vida vayan a lo profundo de la tierra; sean pasados a filo de espada, sirvan de pasto a los chacales” (V 10-11).
No podemos pensar que la imprecación se debe a la imperfección humana del autor, quien ante una situación de prueba o aflicción, clama a Dios venganza contra sus enemigos. Pues no serían palabras inspiradas sino los deseos del salmista.
Tampoco podemos pensar que la ética del Antiguo Testamento es inferior a la del Nuevo, y por tanto los salmistas tenían ideas aún no desarrolladas acerca de la venganza, la misericordia, y el amor hacia el prójimo. Ya que en ambos testamentos el odio y la venganza personal están prohibidos, y el amor al prójimo es un mandamiento básico. La revelación de Dios en la historia de la salvación no va desde el error hacia la verdad, sino desde menos claridad hacia más luz.
Para justificar las peticiones imprecatorias desde la perspectiva del hombre que las ora, hay que entender que la relación que Dios tiene con el hombre es el de la alianza.
En la promesa de Dios a Abraham le dice: “Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan” (Gn 12,3). Dios se pronuncia a favor de su pueblo y deja claro su intención de mirar por su bien, de protegerlo, y de juzgar a los que lo dañen.
Es como un tratado de vasallaje en el que si se ataca al inferior, el superior tiene obligación de salir en su defensa: “tus enemigos serán mis enemigos y tus adversarios serán mis adversarios” (Ex 23,22).
Al hacer alianza, Dios defiende a los suyos e Israel busca su amparo en él y queda legitimada a orar de esta forma. Las imprecaciones en este contexto no son nada más que pedir lo que Dios ya ha prometido: salir en su defensa y protegerlos, pues los enemigos del pueblo son los de Dios también.
Así, las imprecaciones no son peticiones maliciosas ni manifestaciones de venganza personal, sino peticiones para que Dios defienda a su pueblo, para defender la justicia y la gloria de Dios mismo. Por eso estas peticiones van acompañadas de alabanza y agradecimiento a Dios.
Los salmistas vivían en una época sin mucha revelación sobre el juicio final después de la muerte, por lo tanto, la única justicia para ellos era la terrenal presente. En la imprecación están pidiendo juicio, justicia, por parte de Dios a los que atacan a Dios mismo a través de su pueblo.
Jesús nos enseña a amar a todos, incluso a nuestros enemigos, por tanto, la oración del cristiano es para la salvación de todos y no podemos usar estos clamores de venganza contra individuos o pueblos, porque ¿quién sabe si uno que ahora se manifiesta como enemigo de Dios no será convertido más adelante?
Pero Jesús también nos enseña que Dios es justo, por eso la imprecación nos sirve para que recordemos el juicio venidero de Dios, pues refleja la actitud que tendrá Dios en el último día con sus enemigos.
Para reflexionar:
¿Pedimos a Dios algún mal contra alguien? ¿Cómo es la justicia de Dios?

lunes, 30 de octubre de 2017

MILENARISMO

El libro del Apocalipsis nos revela la existencia en este mundo de una lucha entre las fuerzas del bien y del mal. En su capítulo 20 aparece el momento del aniquilamiento definitivo de las fuerzas satánicas y el juicio divino final.
La destrucción del mal se concentra en la aniquilación del gran dragón o Satanás, que en principio es encadenado mil años, para posteriormente ser definitivamente vencido.
El uso simbólico que hace el Apocalipsis de las cifras e incluso de los hechos históricos, excluye las doctrinas que han querido ver en los mil años una época histórica determinada.
Los mil años en los que el diablo es arrojado al abismo para que “no extravíe a las naciones antes que se cumplan los mil años” (Ap 20,3), coincide con los mil años en que los que no habían adorado al diablo “volvieron a la vida y reinaron con Cristo mil años” (Ap 20,4b).
Estos mil años pueden designar la duración de la historia de la Iglesia, que se extiende entre la victoria pascual de Cristo y su parusía. Mil años es una referencia simbólica al tiempo de la era cristiana, que comienza con la muerte y resurrección de Cristo y en la que se vence al diablo, y es de duración indefinida (hasta la parusía).
Durante ese tiempo el diablo está encadenado y no tiene poder sobre los que permanecen fieles a Jesucristo. Estos, vencen con Cristo y reinan con él.
Cristo, ya desde ahora, ha restablecido al hombre en el paraíso; ya desde ahora, el creyente, por medio de los sacramentos, saborea el fruto de inmortalidad; ya desde ahora, participamos de esa victoria, de la verdadera vida de Cristo. Esta es la primera resurrección.
Los demás no vuelven a la vida “Los demás muertos no volvieron a la vida hasta pasados los mil años” (Ap 4, 5a).
Pasados los mil años Satanás es soltado “Y saldrá para engañar a las naciones” (Ap 20,7a). Pero será derrotado y arrojado al infierno: “El diablo que los había engañado fue arrojado al lago de fuego y azufre con la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap 20,10).
Todo acaba con un juicio solemne, el juicio final, con un trono ocupado por Dios dominando la escena: “Vi un trono blanco y grande, y al que estaba sentado en él. De su presencia huyeron cielo y tierra, y no dejaron rastro” (Ap 20,11).
Tierra y cielo (el mundo presente) huyen ante él. El Señor Todopoderoso hace público su designio.  
El juicio divino está siempre ordenado a la salvación, pero los hombres ya lo llevan a cabo (fruto de su libertad) a través de su actitud respecto a Cristo. Por eso cuando se abre el libro de la vida: “Los muertos fueron juzgados según sus obras, escritas en los libros” (Ap 20, 12b). 
Finalmente, la muerte es arrojada, impotente, al infierno: “Después, Muerte y Abismo fueron arrojados al lago de fuego (el lago de fuego es la muerte segunda)” (Ap 20, 14). La desaparición de la muerte es el signo más fehaciente de que este mundo ha pasado.
El destino de la muerte es idéntico al de Satanás y al de los condenados: "Y si alguien no estaba escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego” (Ap 20,15).
Ya solo quedan los cielos nuevos y la tierra nueva, que rezuman por todas partes la presencia del Dios de la vida.
Para reflexionar:
¿Creemos doctrinas extrañas sobre el destino final de la humanidad, o confiamos en la victoria de Cristo sobre el mal, y la presencia de todos los que le hemos sido fieles en un mundo nuevo? 

lunes, 11 de septiembre de 2017

TIBIEZA: EL GRAN PECADO

La Iglesia ha de estar en una actitud de renovación y conversión constante, en escucha de la Palabra que el Espíritu le dirige: “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Ap 3,22). Todos en la Iglesia debemos entrar en una dinámica de conversión bajo la guía del Espíritu.
En la Iglesia no podemos caer en un conformismo, en una tibieza que nos lleve a pensar que somos buenos y que estamos bien, pues esto nos impide cambiar. Así no nos convertimos.
La tibieza es lo que más desagrada a Jesucristo: “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3, 15-17).
Es un juicio severo que Cristo hace a la iglesia de Laodicea y que se puede aplicar a cualquiera de nuestras comunidades cristianas. A Jesús le produce náuseas la tibieza de una iglesia que vive torpemente instalada en el orgullo religioso (el peor de los pecados), que es incapaz de reconocer su pobreza y se cree rica y perfecta.
Los responsables de la decadencia de la cristiandad son los cristianos mediocres. Solo evangelizaremos si nuestra vida está unida a la de Cristo y transmitimos su Palabra con entusiasmo y fervor. El conformismo y la autocomplacencia llena de orgullo religioso nos aleja de Dios.
Se puede luchar contra la tibieza a base de leer y reflexionar sobre el Evangelio y a través de una oración humilde y perseverante.
Para reflexionar:
¿Soy autocomplaciente con mi vida cristiana? ¿Estoy satisfecho de lo que hago como cristiano? ¿Me considero que estoy por encima de la media en cuanto a mi fervor cristiano?

domingo, 23 de julio de 2017

JESÚS DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS

El judaísmo siempre ha creído que cuando muere el ser humano, una parte del él, el refaim o alma, no desaparece y va a un lugar llamado sheol.
En principio se pensaba que al sheol iban todos, buenos o malos. Pero poco a poco se fue estableciendo la idea que debía existir una retribución, un lugar de tormentos para la gente malvada y otro para los justos.
Pero los justos que habían muerto antes de que Jesús resucitara y creara el cielo, siguen en el sheol.
Las almas alcanzan la salvación solo en Jesús resucitado, por eso los que murieron antes de Cristo tuvieron que esperar en el sheol, a la muerte y resurrección de Jesús, para ser salvados.
Jesús muere el viernes y resucita el domingo. El sábado sucede un gran silencio en la tierra. Dios ha muerto en la carne, y es entonces cuando bajó al sheol o infierno. En aquel lugar estaban todos los santos y justos que perecieron antes de la muerte de Jesucristo. Cuando Jesús resucita, sale de la muerte, pero no sale solo, saca a todos los creyentes del infierno y los lleva a ver a Dios en él.
Cristo desciende a los infiernos para liberar a los que en época precristiana, debido al pecado de nuestros primeros padres, estaban esperando, aún siendo justos (o por eso mismo) la salvación eterna. Por eso, cuando descendió a los infiernos lo hizo como Salvador y para proclamar la buena noticia: “Pues para esto se anunció el Evangelio también a los que ya están muertos, para que, condenados como todos los hombres en el cuerpo, vivan según Dios en el Espíritu” (1 Pe, 4,6).
Cuando resucita Jesús, crea el cielo, para que todas las almas de los justos esperen allí el día final de la resurrección, en donde ya todos estaremos en cuerpo y alma en presencia de Dios en una nueva creación.
Una nueva creación en la que todo es vida y abundancia, en la que no hay nada malo ni defectuoso. Esta tierra nueva será la nueva morada de Dios entre los hombres, de forma que: “enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido” (Ap 21, 4). Es una nueva relación de la humanidad con Dios.
Además de ese infierno, hay otro donde está el demonio y a donde van las personas que rechazan la misericordia de Dios. A este infierno no bajó Jesús.

jueves, 13 de julio de 2017

JESÚS CAMBIA DE ACTITUD

Jesús conocía el fin de su misión: anunciar y hacer presente en su persona el Reino de Dios, para que el mundo sea reconciliado con Dios y renovado. Ha aceptado libremente la voluntad del Padre: dar su vida para la salvación de los hombres.
Pero Jesús, el Hijo de Dios, es también un ser humano, y como tal, comparte con todos los hombres las condiciones propias de la existencia: errores, sentimientos, necesidades, miedos… Es un hombre igual a nosotros en el que su conciencia humana va creciendo con él.
Si su conciencia es humana y crece, Jesús va descubriendo su destino mientras va recorriendo su camino: es un hombre dispuesto a cambiar. Va descubriendo su misión gradualmente, y es que si se le quita a Jesús la libertad humana de su existencia, se le quita el ser humano.
El episodio de la mujer cananea (Mt 15, 21-28), nos indica que en la vida de Jesús no todas las cosas están ya definidas. El evangelio no es algo automático que ya está decidido.
En este episodio Jesús nos sorprende. Pensamos que lo tiene todo claro y resuelto en su corazón, pero Jesús está influido por los prejuicios culturales y étnicos de su condición judía.
Por eso cuando la mujer cananea pide a Jesús que ayude a su hija, no le contesta. Son sus discípulos quienes le ruegan que la atienda, pero les replica “solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel” (Mt 15,24). Ante la insistencia de la mujer, Jesús le dice “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos” (Mt, 21,26).
Pero la mujer va más allá de la dureza de las palabras de Jesús, sabe que la prioridad de Jesús es el pueblo de Israel, pero explota esa prioridad: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos” (Mt, 21,27). 
Jesús le dice entonces: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas” (Mt 21,28). Y quedó curada su hija.
La negativa inicial de Jesús para ayudar a esa mujer, como judío, parece clara, sería injusto privar del pan a los hijos para dárselo a los extranjeros. Jesús ha sido enviado al pueblo de Israel para que este posteriormente difunda su mensaje a todo el mundo.
Pero a Jesús esa mujer le ha tocado el corazón, se ha emocionado profundamente, ve en ella más fe que en Israel, y cambia de actitud. Jesús se resiste, pero luego acepta. Primero comen los hijos de Israel pero después también los paganos.
Esta mujer convertirá a Jesús, le descubrirá hasta dónde iba a dilatarse la fecundidad de su vida entregada, le ensanchará el horizonte de su misión por caminos que él va a recibir también a través de los otros.
Para reflexionar:
¿Vemos en Jesús a Dios, pero también a un hombre que actúa libremente obedeciendo a Dios Padre? ¿Podemos nosotros actuar libremente obedeciendo a Jesús?

domingo, 11 de junio de 2017

MISIÓN

La Encíclica Redemptoris Missio de S. Juan Pablo II comienza así: “La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse”.
Y esta es nuestra misión: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20).
Debemos dar a conocer a Cristo y su evangelio. Esto lo debemos hacer todos  los bautizados que formamos la Iglesia, pues ella es misionera por su propia naturaleza. Pero solo quien se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús, será discípulo misionero.
La primera e insustituible forma de llevar adelante esta misión es mediante el testimonio de vida cristiana, es decir, viviendo, haciendo y diciendo lo que Jesús vivió, hizo y dijo.
Además, la evangelización también debe proclamar que en Jesucristo, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios.
Pero esta tarea que nos ha sido encomendada está aún en sus comienzos, porque nos falta la alegría que procede de haber hecho experiencia del gran amor que Dios nos tiene, y porque nos falta la esperanza de que esa misión la podemos realizar.
Lo importante es tener la confianza que brota de la fe que nos dice que no somos nosotros los protagonistas de la misión, sino Jesucristo y su Espíritu. Nosotros únicamente somos colaboradores.
Jesús nos da la certeza de que no iremos solos en la misión, sino que recibiremos la fuerza y los medios para desarrollarla, de forma que “ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba” (Mc 16, 20).
Debemos ser misioneros de la caridad: anunciar a todo hombre que es amado por Dios y que él mismo puede amar como Cristo nos amó.
La actividad misionera se fundamenta y se vive mediante la unión personal con Cristo, por eso la llamada a la misión deriva de la llamada a la santidad.
Jesús nos indica los caminos de la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad; nos indica que para evangelizar debemos vivir las Bienaventuranzas.
La necesidad de que todos los fieles compartan la responsabilidad de la misión es un deber-derecho basado en la dignidad bautismal, por la cual los laicos deben trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo. Todos debemos evangelizar y dejarnos evangelizar.
Para reflexionar:
¿Sentimos la llamada a evangelizar? ¿Qué nos falta para ser misioneros? ¿Estamos comprometidos en esta tarea o pensamos que es cosa de otros?

miércoles, 17 de mayo de 2017

JERARQUÍA DE LA IGLESIA

No siempre la jerarquía en la Iglesia es la que percibe primero la presencia de Jesús Resucitado como artífice de lo que sucede a nuestro alrededor. Solo el discípulo amado, cualquiera que tenga experiencia del amor de Jesús, está donde debe, capta y entiende las situaciones que acontecen, y descubre en ellas a Jesús: “Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: Es el Señor” (Jn 21, 7a).
Pedro lidera ese grupo de discípulos que tras la muerte de Jesús reinician su actividad cotidiana, por eso le siguen cuando “les dice: Me voy a pescar. Ellos contestan: Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron” (Jn 21, 3).
Pedro representa la jerarquía y el discípulo amado a la base comunitaria que se siente amada y ama a Jesús.
Es la comunidad creyente quien descubre antes a Jesús, la que capta y entiende las distintas situaciones. Pero Pedro comprende, se pone el vestido de discípulo que sirve y, para expresar su disposición a dar la vida, se tira al agua. Muestra estar dispuesto al servicio total hasta la muerte: “Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua”  (Jn 21, 7b).
La función jerárquica de la Iglesia debe estar en sintonía con la fe de los creyentes y no a la inversa. Los ministros ordenados están al servicio de los laicos y no a la inversa.
La necesaria Jerarquía de la Iglesia debe estar a la escucha de la base comunitaria, pues si actúa al margen, yerra. Debe ejercerse al modelo de Cristo: en el servicio y para la comunión.
El Papa sigue preocupado por el clericalismo tan arraigado en la Iglesia por eso digo a los sacerdotes: Huyan del clericalismo. Porque el clericalismo aleja a la gente. Huyan del clericalismo, y añado: es una peste en la Iglesia(Rueda de prensa en el vuelo de regreso de la peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Fátima 14-05-2017).
El clericalismo es esa tentación del clero de señorear sobre los laicos, de intervenir excesivamente en la vida de la Iglesia, de mantener a los laicos al margen de las decisiones eclesiales.
Esta actitud dificulta el ejercicio de los derechos de los laicos y evita que tomen conciencia de su responsabilidad en la Iglesia.
Así, la participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia es prácticamente nula y no conforme con la Constitución Dogmática Lumen Gentium, 37: “Reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia…”.
Por eso los sacerdotes deben ser formados como servidores: “el que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará” (Jn 12,26).
Esta es la función jerárquica que pide el Señor, la del servicio: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35).
Para reflexionar:
¿Al servicio de quién estamos? ¿Nos sentimos todos corresponsables de la vida y función de la Iglesia?

jueves, 9 de marzo de 2017

FINALIDAD DE LA VIDA

El fin último de mi vida es de orden sobrenatural: dar gloria a Dios y ser santo.
Estoy llamado a la vida para ser alabanza de la gloria de Dios: “Él (Dios) nos ha destinado por medio de Jesucristo… a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 5-6).
Esto se realiza viviendo en santidad. Por eso Dios me ha elegido para que sea santo: “Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor” (Ef 1, 4).
Ser santo significa vivir en el amor de Dios, que no es hacer buenas obras, sino hacerlas participando de la vida de Dios. Es amar como él me ha amado.
La plenitud de vida cristiana y perfección en la caridad es la santidad, o lo que es lo mismo, vivir unidos a Cristo participando del amor de Dios.
Dios me santifica, hace que participe de su santidad por medio del bautismo, y esto se manifiesta en los frutos de la gracia que el E. S. produce en mí. Daré frutos si permanezco en el amor de Cristo, si Cristo y yo somos uno, y él ama en mí.
Jesús me hace santo, yo solo me hago dócil al E. S. que es el motor que me mueve a amar. Vivir en santidad es vivir según el E. S.
Participando de la vida de Dios, viviendo en su amor, es como manifiesto la gloria de Dios. Se trata de que yo sea bueno como él es bueno, que yo ame como él ama…
Cuanto más unido estoy a Jesús, más gloria doy a Dios, pues con mi vida manifiesto el amor y la bondad de Dios.
El fin último de la vida cristiana no es mi perfección, es la glorificación de Dios. Para conseguir esto, el fin secundario o relativo es mi santificación.
Todo hay que hacerlo por Dios y para Dios, y esta comunión con él me hace santo.
Jesús es el modelo: todo lo hace para gloria del Padre. Y yo también doy gloria a Dios si manifiesto en mi vida su bondad.
Para reflexionar:
¿Aspiro a ser santo? ¿Cómo doy gloria a Dios? ¿Me siento tentado a decir que la santidad no es para mí?

miércoles, 1 de febrero de 2017

GANAR AMIGOS ¿QUÉ AMIGOS?

En la parábola del administrador astuto (Lc 16, 1-15) el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia” (Lc 16,8). Este administrador no se nos presenta como modelo a seguir, sino como ejemplo de astucia.
La parábola a continuación nos dice: "Ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas” (Lc 16, 9).
El dinero de iniquidad o injusto es aquel que no cumple una función social y es destinado, por aquel que lo ha conseguido, para su propio beneficio. Es una complacencia egoísta con el dinero para su seguridad, ignorando las necesidades ajenas. Es la riqueza que se disfruta sin compartirla con los pobres y hambrientos.
Esta es la “astucia” del administrador: ha descubierto otra función del dinero, que es la de ganar amigos y ayudar a los pobres que dependen como él de un amo rico, para salvar su vida. Así, el administrador se salva de vivir de la mendicidad o de trabajos que no puede hacer.
Y esta es la “astucia” que nos pide el Señor: emplear lo que tenemos en ayudar a los pobres; ganar su amistad compartiendo con ellos nuestros bienes, y así nos salvaremos, pues en la hora de la muerte, cuando el dinero ya no sirva para nada, ellos, los pobres con los que compartimos nuestros bienes, serán nuestros amigos y nos acogerán en la casa del Padre.
Si somos amigos de los pobres nos salvaremos. Ahora estamos todavía en un tiempo propicio para compartir nuestros bienes con los más necesitados.
Ante la astucia mundana nosotros estamos llamados a responder con la astucia cristiana, que es un don del Espíritu Santo. Se trata de alejarse del espíritu de los valores del mundo, para vivir según el Evangelio.
Con esta enseñanza, Jesús nos exhorta a elegir entre Él y el espíritu del mundo; entre la lógica de la corrupción, del abuso y de la avidez; y la de la rectitud, de la humildad y del compartir.
Jesús nos dice hoy que empleemos nuestros bienes y riquezas en ayudar al prójimo necesitado, compartiéndolos con él. Así nos granjearemos su amistad. Hacerse amigo de los pobres es granjearse también la amistad de Dios, pues son sus preferidos.
Tenemos que “blanquear” ante Dios nuestro dinero, y la mejor forma de hacerlo es compartirlo con sus hijos preferidos, los pobres.
Un seguidor de Jesús no puede hacer cualquier cosa con el dinero: hay un modo de ganar dinero, de gastarlo y de disfrutarlo que es injusto cuando olvida a los más pobres.
Para reflexionar:
¿Cuál es mi relación con el dinero? ¿Qué función primordial ocupa el dinero en mi vida?