domingo, 30 de noviembre de 2014

SALVACIÓN



La perfección del hombre, lo que da sentido a su vida se produce cuando llega a ser lo que está llamado a ser. Esa es la verdad del hombre: ser aquello a lo que está llamado a ser.
Y nosotros hemos sido creados y llamados a participar de la vida de Dios, a vivir en su amor y felicidad.
Para conseguir esto debemos actuar. La libertad nos posibilita elegir la única opción que responde a la finalidad del hombre.
La salvación se produce cuando el hombre “es” lo que “está llamado a ser”. Somos salvados si vivimos conforme a lo que hemos sido creados: vivir unidos a Dios.
Esta unión con Dios se produce con el bautismo, que por la acción del Espíritu Santo quedamos “insertados” en Jesucristo.
Dios no cesa de buscarnos y atraernos hacia él para que podamos vivir de forma auténtica la vida que nos ha sido dada, que es junto a él, y eso ocurre ya ahora (aunque tras la muerte física y resurrección, lo viviremos en plenitud).
Para conseguir esa vida auténtica o vida eterna o vida verdadera o salvación, no necesitamos nada más que con la fe aceptar el regalo de Dios que nos introduce (por el bautismo) en la “comunidad de los salvados”, y ya estamos participando de su vida. Dios nos ha creado para eso.
Desde ahora, si creemos en Dios y nos dejamos empapar por su amor, por su Espíritu, ya estamos salvados, ya estamos viviendo la vida verdadera.
“Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no será condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida” (Jn 5,24).
En la primera parte de este texto Jesús habla en presente, pues si reconocemos a Dios y a su enviado Jesucristo ya poseemos la vida eterna, ya estamos en comunión con Dios, ya estamos salvados; y en la segunda parte del texto habla en pasado: ha experimentado ya la resurrección.
Este paso de la muerte a la vida, de una vida sin sentido a la vida verdadera, es la salvación: ser lo que hemos sido llamados a ser.
Nos salva la fe, pero la auténtica fe es la que actúa por medio de las obras de amor, que son las que posibilitan la respuesta del hombre para ser lo que está llamado a ser. 
Las obras que se hacen desde la fe son las que salvan, pues como nos dice San Pablo, aunque hablara todas las lenguas, tuviera el don de la profecía o repartiera todos mis bienes… si no tengo caridad (si no tengo el amor de Dios, si no lo hago todo por el amor de Dios y con el amor de Dios, si no lo hago todo unido a Dios)… de nada me serviría: no me salvo.
Dios está encantado de invitarnos a vivir con él para que seamos felices. Nos ofrece la salvación gratuitamente, basta creer en ello, confiar en él, tener fe.
Para reflexionar:
¿Ya hemos resucitado, ya poseemos la vida eterna o tenemos que esperar?
¿Cuál es nuestra auténtica vocación, para qué estamos en este mundo?

miércoles, 26 de noviembre de 2014

ACTITUDES DE JESÚS



Los  judíos sabían que para hacer la voluntad de Dios había que cumplir la Ley, por eso Jesús no se opone a ella, pero la supera y nos descubre el aspecto positivo de la Ley, lo que está más allá de la Ley.
Jesús es más exigente que la Ley, y la autoridad con que la interpreta brota de su experiencia filial, conoce perfectamente la voluntad del Padre.
Jesús respeta el Templo, pero su muerte y resurrección marca el final del Templo.
Jesús es el nuevo Templo de Dios y el cumplimiento perfecto de la Ley.
Ante las personas, Jesús tiene un corazón grande para amar, ama a todos. Pero por exigencia del propio amor, ama más intensamente a aquél que más lo necesita. Por eso su opción son los pobres, que son los que más lo necesitan.
El amor de Jesús es personal y se adapta a cada persona, por eso Jesús dialoga con todos los que buscan sinceramente la verdad, pero con aquellos que buscan interpretar la verdad a su manera, no dialoga. Cuando se encuentra de frente ante una interpretación ciega y malévola de la realidad, no entra al diálogo o a la explicación.
Jesús es amigo de los pecadores, Jesús está con nosotros precisamente por eso, porque no somos buenos, no al revés, no por nuestros méritos.
Jesús participa en la mesa de los pecadores. Este gesto de comensalidad es un signo de reintegración, es una imagen de lo que es el reino de Dios: que aquello que está apartado se puede reintegrar.
Los pecadores y marginados son objeto de la predilección de Jesús.
Frente al pecado Jesús perdona, esto es algo que nadie puede hacer (solo Dios puede perdonar pecados), es una pretensión de Jesús para que se le considere divino.
Jesús llama Abba (papá) a Dios Padre, esto expresa la ternura del Hijo en relación al Padre, expresa la autoconciencia del Jesús histórico al considerarse hijo del Padre.
La relación de Jesús con sus discípulos no es de maestro a alumno, Jesús reclama una adhesión incondicional e invita a elegir el reino de Dios con la aceptación o rechazo de su persona.
Pide a sus discípulos una entrega en exclusividad a su persona, un seguimiento a su modelo de vida. La vocación o el seguimiento llevan a una expropiación de la propia vida, yo ya no me pertenezco, pertenezco a otro.
Para reflexionar:
¿Es Jesús parcial en su amor? ¿Qué exige a sus discípulos?

domingo, 9 de noviembre de 2014

AMOR A LOS ENEMIGOS



Con la parábola del buen samaritano Jesús nos enseña que el amor que debemos tener a todas las personas tiene que demostrarse prácticamente.
Nosotros poseemos un amor natural que nos lleva a amar a aquellos con quienes estamos ligados por lazos de sangre y de amistad, pero de Dios nos viene un amor sobrenatural que ensancha nuestro corazón y nos permite amar a todos al considerarlos hermanos.
Cuando el amor sobrenatural se suma al natural podremos tener la capacidad de amar a nuestros enemigos, pues ya no veremos en el hombre que nos hiere su malicia ni su antipatía ni su enemistad, mas bien veremos las heridas que se ocasiona a sí mismo por sus dificultades con nosotros y consigo mismo.
Debemos cambiar los sentimientos negativos que podamos tener contra quien nos ha ofendido por un amor hacia él, y esto comienza por orar por quien nos ha ofendido.
Pretendemos con nuestra oración y actitud, por un lado, liberarnos de nuestro egoísmo, pues amando solo a los que nos aman nos estamos amando a nosotros mismos ya que estamos esperando de ellos correspondencia o algún beneficio; y por otro lado, que pueda amar él también.
Si verdaderamente amamos a nuestros enemigos, perdonaremos de corazón la ofensa aún antes de que el ofensor pida perdón.
La gracia de Dios que es la que nos posibilita amar de esta forma nos mueve no solo a perdonar sino a echar una mano al otro a quien vemos enredado en su rencor y en su amargura, y también a pensar en su buena voluntad y disposición, aun cuando a veces nos traten injustamente o nos mortifiquen.
Para facilitar este amor a los enemigos no debemos estar recordando constantemente el agravio o las ofensas que hemos sufrido, ni hablar sin necesidad de ello, pues estaríamos dando pie a mantener vivos en nuestro corazón los malos sentimientos.
La mejor prueba para detectar si tenemos una voluntad sincera de perdonar al ofensor es ver si estamos dispuestos a ayudarle cuando se halle necesitado.
El reconocer los valores y éxitos de nuestro ofensor nos ayudará a luchar contra el rencor y el odio, pero la principal fuerza que poseemos para cumplir este mandato de Jesús de amar a nuestros enemigos la recibimos del propio Jesús, que a través de la oración y los sacramentos entra en comunión con nosotros y nos llena de su amor, de su Espíritu, que es el que nos capacita para amar como él ama.
Para reflexionar:
¿A quiénes amamos y por qué? ¿Si solo amamos a los que nos aman, somos egoístas? ¿Podemos realmente amar a quienes nos ofenden continuamente?