domingo, 24 de julio de 2016

LA ORACIÓN DE PETICIÓN

Karl Rahner, uno de los más grandes teólogos católicos del S. XX hace una reflexión sobre la queja que se hace a la oración de petición. Se acusa a esta oración de que cuando nosotros rezamos, gritamos y lloramos ante Dios, él no nos responde, permanece mudo. Es una queja de desesperación y decepción.
Hemos acudido a Dios como Padre de misericordia apelando a su piedad, con confianza le mostramos los motivos de nuestra desesperación y le decimos que nuestras pretensiones son  modestas y realizables, pero de nada sirvió. Nadie nos consoló, no fuimos escuchados, hemos llamado sin respuesta alguna.
Ante esta acusación unos dirán que rezar no tiene ningún objetivo, pues el Dios que pudiese escuchar la oración de petición o no existe o no se preocupa de su creación, otros piensan que la oración de petición es solo para pedir bienes superiores del alma, no se pide a Dios que evite los males, sino la fuerza para sobrellevarlos.
Aun así, nosotros queremos orar y pedir, porque tenemos una fe que espera contra toda esperanza y sigue orando contra toda aparente decepción.
Pero, cuando le pedimos a Dios que nos libre de los “males”, ¿estos son según nuestros criterios o los de Dios? Cuando hemos tenido pan y bienestar ¿ha podido ser un “mal” que nos ha llevado a olvidarnos de Dios? ¿Sabemos que los caminos de Dios no los podemos comprender?
Para saber si hemos orado o hemos mantenido un monólogo de egoísmo ciego con nosotros mismos, lo reconoceremos si nuestra petición se ha transformado en preguntar a Dios ¿qué es mejor para mí: la necesidad o la felicidad, el éxito o el fracaso, la vida o la muerte?

La respuesta a la acusación a la oración de petición se llama Jesucristo. Su oración de petición es nuestra enseñanza. Y su petición es realista: “aparta de mi este cáliz” (Lc 22,42a). Lo pide con el fervor de un hombre angustiado, lo suplica sudando sangre, lo implora bajo un tormento de muerte. No pide cosas sublimes o celestiales, sino lo que para nosotros los terrenos es lo más valioso, pide la vida.
Su oración de petición es de confianza en Dios: “yo sé que tú me escuchas siempre” (Jn 11,42).
Y su oración de petición es de entrega incondicional: “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42b). El abandonado de Dios, el fracasado, pese a todo, entrega su alma en manos del Padre.
Jesús lanza un grito de angustia pero se siente seguro de ser escuchado y no quiere hacer otra cosa que la incomprensible voluntad de Dios. Pide con fervor por su vida, pero su oración por su vida es un ofrecimiento de su vida para la muerte.
En esta oración de petición se unen lo más divino y lo más humano, se pide ayuda para la vida terrena, pero más que el pan y la vida se quiere la voluntad de Dios, aun cuando sea el hambre y la muerte.
Así, nos introducimos en la voluntad de Dios y nuestra voluntad quiere a Dios, su amor y su gloria, hemos quemado todo lo egoísta y ya podemos decir, junto con el Hijo: “sé que tú me escuchas siempre”.
Solo entonces el yo, que quiere ser escuchado, habrá entrado en el tú que escucha, y existirá la armonía pura y libre entre Dios y el hombre, por la cual el hombre puede querer, aspirar y pedir la aceptación de la voluntad de Dios.
Si realizamos esto llegamos a ser como un niño que sabe que su Padre es más sabio, tiene la visión más amplia y es bondadoso en su inexplicable dureza, y que porque se es niño, no hacemos de nuestro juicio y deseo la última instancia.
El ser niño confiado ante Dios nos permite conjugar en la oración de petición el miedo y la confianza, la voluntad de vivir y la disposición a morir, la certeza de la escucha y la renuncia a ser escuchado según el propio plan.
Si quieres entender la oración de petición, ora, pide, llora. Pide aquello que tu cuerpo necesita, de forma que la petición del don terreno te transforme cada vez más en un hombre celestial. Pide de tal modo que te hagas cada vez más ofrenda a Dios.
Pidamos aquello que necesitamos en esta tierra, pero sin olvidar que somos peregrinos en ella, y no podemos ser escuchados como si tuviésemos aquí una morada permanente, como si no supiésemos que tenemos que entrar a través de la ruina y de la muerte en la Vida.
Para reflexionar:
¿Acusamos a la oración de petición como inútil? ¿En quién confiamos?    

viernes, 8 de julio de 2016

CLERICALISMO Y MUNDANIDAD ESPIRITUAL

El Papa Francisco nos advierte sobre un excesivo clericalismo dentro de la Iglesia y contra la mundanidad espiritual.
El clericalismo, esa tentación del clero de señorear sobre los laicos, es una forma excesiva de intervenir el clero en la vida de la Iglesia que dificulta el ejercicio de los derechos al resto del pueblo de Dios.
El clericalismo es un obstáculo para que se desarrolle la madurez y la responsabilidad cristiana de buena parte del laicado al mantenerlo al margen de las decisiones eclesiales. 
Los ministros ordenados están al servicio de los laicos, los cuales deben formarse y tomar conciencia de su responsabilidad en la Iglesia.
Un párroco no puede llevar la parroquia adelante con un estilo clerical que no deja crecer a la parroquia ni a los laicos. El párroco se debe apoyar en el Consejo pastoral y decidir tras haber escuchado, dejado aconsejar, dialogado… Esta es su tarea, no es un patrón de empresa.
Por eso los sacerdotes deben ser formados no como administradores, sino como padres, hermanos, deben ser capaces de proximidad, de encuentro, de enardecer el corazón de la gente, caminar con ellos, entrar en diálogo con sus ilusiones y sus temores.
El clericalismo puede conducir a una mundanidad espiritual que, aparentando una religiosidad e incluso amor a la Iglesia, lo que busca es la gloria humana y el bienestar personal, en lugar de la Gloria del Señor.
Esta mundanidad se da en quienes sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas. De forma que en lugar de evangelizar, se analiza y clasifica a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
No preocupa que el Evangelio tenga una inserción en el Pueblo de Dios, sino que se busca una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, cargados de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios. Es una autocomplacencia egocéntrica.
Quien ha caído en esta mundanidad descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia.
Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios.
Para reflexionar:
En la Iglesia ¿lo hacemos todo para gloria de Dios o para la nuestra?

domingo, 3 de julio de 2016

JONÁS

A primera vista, el libro de Jonás parece una historia divertida y sorprendente, pues no es corriente que un pez se trague a un hombre, que este entone un salmo en el vientre del monstruo y que siga su camino tres días más tarde. También es curiosa la disposición  unánime de los ninivitas para convertirse apenas escuchan el sermón de Jonás, y al final, el asunto de la planta de ricino nos hace sonreír y reflexionar.
Pero a pesar de todo, el lector de este pequeño relato queda seducido e interrogado por él.
Jonás, inicialmente no quiere ir a Nínive a llevar el mensaje de Dios por sus crímenes. Pero después de pasar por un naufragio y una estancia en el vientre de un gran pez, acaba proclamando en Nínive el mensaje que Dios le ha indicado: “Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada” (Jon 3, 4b).
Los ninivitas, con su rey al frente, creyeron en Dios, se arrepintieron e hicieron penitencia. El rey proclamó a todos los hombres y animales “que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia” (Jon 3, 8b).
Entonces “Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó” (Jon 3,10).
Ante esto, paradójicamente, Jonás se disgusta y se indigna porque han resultado fallidos sus anuncios sobre la próxima destrucción de la ciudad. 
Jonás simboliza a todos aquellos que no aceptan la forma de ser de Dios que perdona a cualquiera que se arrepiente. No le gusta que Dios sea bueno y misericordioso con Nínive, una ciudad que no es religiosa ni humana.
Indignado, sale Jonás de la ciudad y se queda a ver qué pasa. Entonces Dios hace que una planta de ricino crezca a su lado para que le de sombra y librarlo de su disgusto, cosa que alegra a Jonás. Pero al día siguiente Dios hace que se seque la planta, y el sol hizo desfallecer a Jonás que deseaba la muerte.
A Jonás le molesta la desaparición del arbusto que le daba sombra, mientras que no le da pena de la muerte de miles de inocentes en la ciudad.
Cuando todo le falla a Jonás (el castigo de Nínive y la sombra del ricino), es cuando se dirige a Dios y le pide que le quite la vida. Ante tanto dolor dice “Más vale morir que vivir” (Jon 4, 8b).
Finaliza el relato con un diálogo entre Dios y Jonás. Dios le pregunta si tiene ese disgusto tan grande por lo del ricino y Jonás le contesta afirmativamente, a lo que Dios le responde que si Jonás se compadece de una planta que aparece y desaparece, cómo no se va a compadecer Él de una gran ciudad con muchos habitantes que viven desorientados.
La respuesta final de Dios no es na afirmación sino una pregunta: "Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la ran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales?” (Jon 4, 10-11).
La pregunta de Dios va dirigida a Jonás y, a través de él, a todos los lectores; a los que se tienen por buenos y desprecian a los que juzgan malos; a los que no quieren un Dios clemente con todos sino para un limitado número de buenos.
Jonás piensa que se puede servir a un Dios poderoso y justiciero, pero servir a un Dios piadoso y clemente no vale la pena.
Pero Dios es así, clemente y misericordioso con todos y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Este libro contrarresta la tendencia que solemos tener de valorarnos positivamente, de ser los buenos y merecedores del premio, frente a los otros, los malos, los que deben ser castigados.
Si pensamos que el amor de Dios debe reservarse para los buenos, el relato nos lleva a lo contrario, a que los ninivitas, los malos, son los que acogen la llamada del profeta, se convierten y son perdonados.
Aquí se critica la tesis del exclusivismo religioso, según la cual sólo los pertenecientes al pueblo elegido tienen derecho al arrepentimiento y perdón de parte de Dios.
Frente a nuestra preocupación por cosas intrascendentes y nuestro peculiar sentido de la justicia, Dios ¿cómo no va a cuidar de todos seres vivos y mostrarse solícito con ellos? 
Jonás no responde. Nos toca responder a nosotros.
Para reflexionar:
¿Queremos que Dios sea como creemos nosotros que debe ser? ¿Debe ponerse al lado de los que se arrepienten?